martes, 31 de julio de 2007

Hemos leido: "Narciso Perales, el falangista rebelde", de José Luis Martinez Morant




Si tuviera que destacar un solo valor de los que adornan este volumen, uno solo, este sería sin lugar a dudas la unidad.
Unidad pues resulta la reivindicación justa de un personaje enarbolado comunmente por los falangistas auténticos, de manos de quien fuera jefe territorial de Levante de la Falange más oficial, Falange Española de las JONS y publicado por una editorial, ENR, que destila sentir nacional-revolucionario por todos sus poros. Sería la demostración empírica de que se pueden dejar de lado diferencias y buscar coincidencias.

Pero este libro de José Luiz Martinez Morant (¡Presente!), quien falleció recientemente para irse al lucero de al lado de Narciso Perales es más cosas: es una recopilación más que necesaria de los textos, pocos, poquísimos, de un falangista camisa vieja, que estuvo en la carcel con la segunda república, con Franco y con la democracia por no querer ser otra cosa más que falangista, por mantenerse fiel a sus principios. Esto, que de por si solo es loable, se compartan o no esos principios (y no ocultaré que los mios son homologables a los de Narciso Perales, salvando las diferencias que tengamos que salvar), es en este caso solo un principio para ir descubriendo a una personalidad hoy escamoteada.

Leer Narciso Perales. El falangista rebelde, deberia ser una necesidad para todo hombre y mujer con interés en la política.

Pueden ustedes adquirirlo en la editorial, ENR

Hemos leido: "Checas de Valencia", de César Alcalá


Lectura recomendada para aquellos desmemoriados o damnificados por la LOGSE que creen ver en la segunda república un régimen seráfico y bondadoso, donde Azaña repartía caramelitos por las mañanas y Largo Caballero pan con jamón por las tardes, es este volumen de César Alcalá.

Y es que en él se muestra que las checas no fueron un fenómeno localizado únicamente en Madrid o Barcelona, sino que eran comunes en la geografía roja. Y lo que es peor, que no se trataba de obra de exaltados e indocumentados milicianos con hambre milenaria de sangre, sino de un plan orquestado desde las alturas, pues de otra manera no se explican las checas dependientes del ministerio de fomento y similares.

Algún pequeño fallo encontramos en Checas de Valencia, más allá de lo mecanográficamente admisible: he conocido a algún personaje de los que aparecen reflejados en la lista final de asesinados por el terror rojo. Pero una gota en el mar, entre los casi cinco mil nombres, es más que perdonable, sobre todo dada la envergadura del estudio y la carencia absoluta de precedentes, lo que ha obligado al autor a realizar una búsqueda documental exhaustiva y en algún caso, casi imposible.

Un buen libro para su anaquel, sin duda alguna.

lunes, 30 de julio de 2007

Rescatado del anaquel: "Historias del 36". Varios autores


Con este libro coral, Historias del 36, donde se mezclan las plumas de Max Aub, Luis Romero (antiguo guripa, por si las dudas), Ignacio Adecoa y Fernandez de la Reguera junto con otras como la de nuestro destacadísimo Rafael García Serrano, cerramos la semana a éste autor dedicada.

Se trata de un libro diverso, donde cada autor responde únicamente de sus propias páginas. Y nosotros, dado que es un título de dudosa reedición e inencontrable, nos permitimos, como todo comentario, reproducir las magistrales páginas de Rafael García Serrano.

Un consejo: no las lean en pantalla. Imprimanlas y llévenselas para leerlas tumbados bajo de un pino.

En el monte, saben mejor.



EL CATALÁN

A José María Fontana, que escribió aquella maravilla: Los catalanes en la Guerra de España, libro al que pertenecen estas hermosas palabras: «Aquí y allá recogí noticias de otros (catalanes) sobre quienes no quedaba más que el "¿te acuerdas de aquel catalán que salió con nosotros y murió en...?"».


Además de otros varios retratos en la cartera, el cabo Matías llevaba en la mochila uno de su mujer vestida de payesa, otro de su hijo, otro de su mujer y de su hijo —el pequeño con barretina—, otro de su mujer, su hijo y él mismo, y también uno que solía llamar el «blanco y negro» en el que su mujer y él aparecían con los solemnes atavíos de la boda. Cada vez que el cabo Matías ordenaba su mochila salía a relucir toda la serie de los retratos, conmovedoramente envejecidos por tanto tiempo de difícil almacenaje, y entonces Vicente comentaba:
—Vean, señores, vean y pasen al Salón de Otoño...
Vicente era madrileño, vivalavirgen y cínico.
El cabo extraía a su mujer de las profundidades de la mochila, la obligaba a nacer fotográficamente de la espuma de los calcetines, la sacaba de entre el vario almacén que a lo sumo contenía un par de calzoncillos, una camisa de repuesto, dos latas de sardinas de socorro, el arpillado paquete de cura individual y un gigantesco puro andorrano que él picaba para cigarrillos; y su hijo venía hasta él rompiendo barreras de hilos, la reserva de botones, un carretito de alambre delgado para remiendos en la guerrera y el capote manta, una cajita de agujas; y él mismo, el jovencillo que había sido, aquel recién casado con cara de feliz bobaina, salía a la chabola deslizándose entre dos libras de chocolate que compró en un bacalito cercano al frente.
La mochila, después de todo, es una pequeña casa, es la casa de los caracoles que hacen la guerra, y a través de la mochila Matías se notaba milagrosamente cercano a los suyos cada vez que por necesidad o por nostalgia hundía sus manos en aquel hogar ambulante, en aquel cuarto trastero sin pies ni cabeza, pero cuya más escondida entraña respondía como una voz lejana y nocturna del hogar que Matías perdiera al comenzar la guerra. No le molestaba el macuto. Incluso le complacía. Pero la mochila tenía algo de caparazón de tortuga, algo defensivo que él gratificaba cordialmente cuando sobre sus espaldas volaba la aviación enemiga, llamada la Gloriosa.
Matías era, como tantos, un hombre pacífico, poco propicio a meterse en jarana de cualquier género, y su niñez, su adolescencia, su noviazgo juvenil, su matrimonio, su vida entera, habíanse acomodado a una dulce mediocridad cuyo máximo lujo consistía en no reconocer conflicto alguno. Cuando la pasión política arrasó todos los hogares españoles, Matías continuaba pensando que la política era tan sucia y tan mala como una de esas oscuras juergas flamencas a las que tanto se aludía en las comedias de costumbres y en las conversaciones de ciertos amigos suyos, conciudadanos o de Andorra, a] regreso de Barcelona. Es más, si dos cosas resultaban realmente semejantes para la mentalidad de Matías, estas dos cosas eran la política y el jolgorio flamenco, porque para él los políticos y los señoritos de colmao desembocaban siempre en el mismo mar: la bronca. ¿Por qué sus amigos alegres y tempestuosos, de la Lliga o de la Esquerra, cuando iban de La Seo de Urgel a Barcelona liquidaban el relato de sus fines de semana con un borrascoso balance de bofetadas, botellazos, chulerías antológicas o con la manida, vaguísima e incisiva expresión que le soñaba a madrileña:
—Xiquet, la que liamos...
Ni la explosiva política de aquellos años ni el poderoso arrastre sentimental de los que tocaban a rebato con la tenora y el fiscorno, ni las grandes batallas fubtolísticas entre el «Barca» y el Español o entre el «Barca» y el Madrid conmovían el corazón de Matías tanto como un paseo por los misteriosos soportales de la calle Mayor de La Seo de Urgel o de la calle de Santa María, más que un diálogo con su mujer, más que el jugar con su hijo bajo la prieta sombra de los árboles del paseo de Tetuán, más que verlo saltar las acequias, más que escuchar la canción del agua sobre el rumor de las conversaciones, los pasos, los gritos de los niños. Iba de su familia a la ferretería o a la breve y casi simbólica hacienda campesina, y de allí a su casa con un pequeño alto en el casino. Recalaba por bien quedar; pero más hablaba de las yerbas que de las sesiones parlamentarias; más de llaves inglesas o de clavos o de sierras que de la cuestión social; concedía más importancia al agua del riego que al señor presidente del Consejo de Ministros, cuyo nombre cambiaba con tanta frecuencia que casi no le daba tiempo a aprendérselo, y a las escandalosas polémicas del chámelo, la malilla, la política, los toros, el parchís o la suerte del «Barca», prefería las escapadas por la carretera de Puigcerdá, con la sierra del Cadí tendida a su derecha como un perro indolente, grandón y viejo. Le encantaba buscar la altura de Castellciutat a favor de la suave pendiente de la carretera y derivar luego hacia las viejas fortalezas, hacia el trío de cerros militares que en otras épocas cerraba con candado los portillos de Andorra, el bravo Urgellet y la dulce Cerdaña.
Por los ilustres bastiones cubiertos de miseria, escombros, cardos y yedra piadosa, Matías se asomaba a los tejados montañeses de Castellciutat, al caserío tranquilo de la Seo —como un rebañito urbano que guardase el sólido pastor catedralicio— y luego giraba lentamente la mirada para revistar el circo pirenaico que encerraba prados, bosques, ricos regadíos, la ciudad y, finalmente, contemplaba cómo el Valira se fundía con el Segre y el río, acrecido, con cierto aire nupcial, marchaba hacia el sur bajo la mirada aguda de San Quirico. Escuchaba las voces de los crios que jugaban en las antiguas defensas, a veces algo temerosos de las tribus gitanas que solían acampar allí al fraterno socaire del fiemo. El también había jugado a las guerras, a justicias y ladrones, al tesoro y también había tenido miedo de la gitanería andante, sucia, leprosa y castízales.
A fuerza de vivir en su propio círculo familiar, hecho de amor, de trabajo, de renunciaciones, llegó a desentenderse de todo cuanto sucedía, o al menos a no dar excesiva importancia a ningún acontecimiento. La gravedad de cualquier suceso se le desvanecía en el puro comentario, en tracas verbales; el hecho de que las calles de España trepidasen con más frecuencia de lo deseable a causa de los pistoletazos, las descargas de fusilería, los paqueos y las bombas, no pasaba, a su juicio, de ser un mal tristemente endémico cuyo único antídoto era, por un lado la indiferencia; por el otro, el no colocarse ni en broma en la trayectoria de una de esas balas o en el radio de acción de la onda explosiva de una de esas bombas. Pensó después, cuando ya nada tenía remedio, que había caminado por la vida como un faquir indostánico, sin cesar de pisar brasas encendidas, pero sin enterarse de que las pisaba.
En julio de 1956 tuvo que salir de La Seo para Zaragoza. Se trataba de un mínimo asunto de su negocio, cuya solución, con una microscópica dosis de paciencia, hubiera podido hallarse en la vía epistolar. Matías, sin embargo, prefirió ponerse en viaje. Le gustaba hacer las cosas directamente, conocer a los hombres con quienes trabajaba, de un modo u otro, en su negocio.
Al salir de sus montañas, pasada la huerta leridana y la corta y densa umbría de Fraga se enfrentó a bordo del «Chrysler Imperial» de su amigo andorrano, que iba a Madrid por raros negocios de evasión de capitales, con la dramática soledad de los Monegros. Le pareció advertir que las dimensiones de cualquier conflicto posible se alterarían por fuerza bajo el peso de aquel cielo implacable y sobre la resequera indómita de tierra tan desamparada. Pero apenas si reparó en idea tan pesimista. La rechazó como a una imagen lasciva. Al llegar a Zaragoza y nada más despedirse del andorrano en la puerta del modesto hotel donde siempre paraba se enteró del asesinato de Calvo Sotelo, y aunque juzgase desde su familiar distanciamiento, desde su egoísmo sutil, que una muerte semejante no pasaba de ser uno de los tantos riesgos inherentes a la carrera del hombre público en España, no dejó de sorprenderle el hosco silencio que siguió al crimen. Tuvo ganas de tirar por la borda sus escrúpulos y volver a casa; pero él mismo se avergonzaba de su miedo y a la vez le parecía ridículo dar su brazo a torcer, concediendo, de golpe, importancia a un hecho criminal y detestable, pero que tampoco alteraba fundamentalmente el riguroso encadenamiento de crueldades que no podían llevar a ninguna parte y que por eso mismo se desvanecerían, a su juicio, en la nada. «Es lo de siempre, con letra más gorda, pero lo de siempre», pensó. Ni siquiera el inseguro estado de las carreteras, patrulladas por bandas de afiliados al Socorro Rojo, que pedían para Prestes y para otros tipos así, alteraron su pulso, porque pensaba que el bandolerismo, de una u otra forma, a mano armada o en la fórmula del estraperlo, era congénito en España y no había nada que hacer.
Las cornetas de aquel domingo de julio le atraparon en la cama. También él se echó a la calle, pero camino de la estación, a tomar cualquier tren que le acercase a Lérida o a cualquier ciudad catalana, que de allí a Seo ya se las compondría de cualquier modo. Su primer contacto con la irrenunciable realidad se estableció al enterarse de que los trenes ni salían ni llegaban. En general, las algaradas de que él tenía noticia se desvanecían en los andenes. Vigiló la estación con terca angustia, pero esta vez «pasaban cosas».
El primer tren que vio llegar venía desde Pamplona, era de composición muy simple y había hecho carne en un cañaveral de las inmediaciones de Zaragoza, antes de pasar el puente del Ebro. Los falangistas navarros que lo tripulaban se llevaron diez mil fusiles para los voluntarios de su provincia. El segundo tren que también llegó procedente de Pamplona desembarcó unos centenares de requetes, algunos de uniforme caqui, la mayor parte de paisano —con chalecos campesinos, manta casera y terciada y la camisa blanca de los días de postín— y todos, además, con la boina roja e incluso algunos con boina negra o blanca porque contaban que en Pamplona se había agotado la provisión de boinas rojas. La sangre catalana de Matías entendió bien el aviso de las boinas rojas. No se trataba de un alboroto por todo lo alto, ni de un movimiento libertario que liquidan la Guardia Civil y un batallón de Infantería, como ocurría con cierta frecuencia desde 1931, ni siquiera de una breve y contundente acción revolucionaria; era la guerra lo que nacía en la estación de Zaragoza: la guerra civil. Por cierto que los fusiles transportados a Pamplona por aquellas tres docenas de falangistas debían de haberse agotado de manera fulminante, porque los requetés del segundo convoy llegaron armados de garrotas, de canciones, de pellejos y botas de vino, de rosarios, de medallas y detentes y de alguna que otra pistola. Un sable vio. El sable era como un relámpago misterioso. Cantaban:
«Cálzame las alpargatas, dame la boina, dame el fusil...»
Matías brujuleó por todas partes. Los rumores crecían al amparo de los tiros urbanos y ni siquiera cesaron cuando en Zaragoza fue dominada la situación. ¿Sería verdad que Lérida y La Seo de Urgel se habían sublevado? ¿Sería cierto que las tropas de la Generalitad castigaron duramente a los rebeldes? ¿Qué pensarían Victoria y el chico? ¿Qué actitud adoptarían ante su inquietante separación? El no creía tener enemigos.
Primero escribió cartas a diario; al principio las echaba, pero un día le dijeron: «Es inútil, no pueden cursarse, no hay ninguna comunicación con Cataluña», y desde entonces las dejaba franqueadas sobre la mesilla, junto a la cama, y luego ni las franqueó, pero las siguió colocando junto a los retratos de su mujer y el pequeño Matías.
La doncella del piso le dijo;
—Parece la mesilla de un torero, toda llena de santicos...
Y Matías estimó justa la comparación porque cada mañana, antes de salir a la calle a lidiar el largo y penoso día, rezaba abundantemente ante sus dioses lares.
La doncella había dejado de serlo en 1925 por lo macho que le resultó un banderillero de Marcial Lalanda, oloroso a tagarnina, aguardiente y un poco a pies. Y conocía bien la fiesta nacional.
Después, Matías, dejó de escribir. Esto ocurrió cuando su provisión monetaria oyó el toque de agonía. Su ordenada mentalidad económica, su telúrico seny, le alzó el fantasma de la miseria y el de la necesidad de remediarla dignamente, pero se animó un poco viendo que el dueño del hotel se le reía en sus propias narices:
—Usted no se preocupe. En quince días hemos conquistado Cataluña y a finales de agosto usted me gira desde La Seo de Urgel, y aquí paz y después gloria.
Se combatía en torno a Zaragoza, a Huesca y a Teruel, pero ese ser imaginativo y fantástico que hay en todo catalán mucho antes del caballero Tirant lo Blanc aceptaba como buena la afirmación de su huésped.
Aragón conquistaba Cataluña. Navarra conquistaba Guipúzcoa y se volcaba en Somosierra. Sevilla conquistaba Huelva. Galicia conquistaba Asturias. Burgos conquistaba Santander. Valladolid conquistaba el Alto del León, balcón sobre Madrid. Marruecos conquistaba Andalucía. Vizcaya conquistaba Álava. Cataluña conquistaba Zaragoza, Huesca y Teruel. La Generalitad conquistaba Baleares. Málaga conquistaba Marruecos. Asturias conquistaba Oviedo y León. Cada provincia conquistaba algo y Matías era incapaz de descubrir una mínima coherencia en todas aquellas acciones que parecían fantásticas, pero que no lo eran, al menos en lo que a Zaragoza atañía, porque bastaba darse una vuelta por la ciudad para ver heridos, prisioneros, combatientes y cortejos mortuorios con honores de ordenanza. Los periódicos publicaban fotografías de muchachos muertos «por Dios y por España». Pero si cada provincia tenía su frente particular, el conjunto de todas las que quedaron por la rebelión apuntaba de un modo decidido hacia Madrid. A su vez, Madrid —siempre el odioso centralismo— conquistaba el Alcázar, la Sierra, Badajoz, Córdoba y Granada, un poco de Sevilla, a excepción del micrófono de don Gonzalo Queipo de Llano, Aranda de Duero, Burgos, Valladolid y casi Tafalla, porque para eso era tan importante.
Matías escuchaba a los voluntarios que se batían en la cercana Sierra de Alcubierre, a los que formaron la Bandera Móvil de la Falange, la de Lostaló y más tarde la Brigada Móvil del teniente coronel Galera, a los que zascandileaban a tiro limpio por todo el dramático frente aragonés y descansaban en las parideras y ermitas del paredón de los Monegros o en los pueblos cercanos de las proximidades de Zaragoza, y todos decían lo mismo: «Yo no me afeito la barba hasta que entremos en Madrid».
A finales de agosto, Matías estaba desesperado, convencido ya de que nunca volvería a ver a su mujer y a su hijo, y hasta el dueño del hotel se vio obligado a reconocer que por el momento Aragón no había conquistado aún a Cataluña, a consecuencia de lo cual era evidente que el giro de Matías habría de aplazarse hasta las Navidades. Este plazo de terminación de la guerra se lo había marcado un hijo suyo desde Alcubierre.
—Para Nochebuena en casa —vaticinó con aire de prudente y sabio pesimismo, pero se le notaba bien a las claras que él esperaba que todo ocurriese mucho antes. Para algo subían hacia Talavera Yagüe, Asensio y Barrón, a los que la gente comenzaba a llamar «los tres mosqueteros».
Porque «para Nochebuena en casa» era la frase de moda de los decididamente pesimistas, incluso, para algunos inquisidores, la frase de los derrotistas y aun de los tachados de rojos. Matías vivía dándose plazos a sí mismo, al exterior de sus propias convicciones, de su seny, quizá sumergido en una piel distinta. Muchas veces se sorprendía «no» pensando en los suyos, atento sólo a cuanto transcurría en torno, y al mismo tiempo los sucesos de la jornada anterior se le distanciaban astronómicamente, y si por un lado habían pasado siglos desde aquel domingo en que los trenes dejaron de circular, por el otro aún gustaba el calor de los besos de Victoria, el agrio y hermoso olor del amor, y en el pecho le sonreían los abrazos del pequeño Matías, y aquel encargo:
—Tráeme un juguete bonito, padre.
Entretanto Matías comenzó a oír del Alcázar de Toledo y de los cadetes de la Academia de Infantería. Siguió la marcha de las columnas gallegas; hizo alto frente a Buitrago con navarros, castellanos, riojanos y alaveses; le dolían los ríñones ante el agilísimo caminar de las Columnas del Sur y admiró el tozudo redaño de los aragoneses. Veía a Queipo asegurando Andalucía y asistía con el corazón acongojado por una extraña y rabiosa alegría que le llegaba desde los siglos a la liberación del Alcázar y a las nieblas de noviembre en el frente de Madrid, y antes a lo de Franco en Burgos y a los sustos que daba Oviedo. Imaginaba la guerra como un Monegro feroz que tragase sangre incesantemente. El sol de agosto le ardía en los ojos; el sol de agosto, que ni las primeras nieves apagaban, quemaba sus nostalgias como un seco chaparral, y sólo en la capilla de la Virgen —donde las bombas no estallaban y donde se vivía un constante milagro— encontraba frescura, paz y consuelo. Sólo allí conseguía recordar a Victoria y su hijo tal y como eran, tal y como los dejó en casa, tal y como los vio en el paseo de Tetuán, en las severas y mercantiles arquerías, entre las voces payesas que disputaban precios, aguas, contrabandos.
Para Nochebuena, en casa», repetía él como los demás. Escuchaba las nuevas canciones, los himnos, las músicas militares, los carrasclás. Veía a los flechas y a los pelayos, veía a los niños jugando a la guerra y veía morir soldados que eran casi niños. Le impresionó una copla:
«En la sierra de Alcubierre hay una fuente que mana sangre de los falangistas que murieron por España.»
Sangre de los falangistas, de los requetés, de los soldadicos, de los voluntarios; luego se cantaría también de los «sanjurjos», de los legionarios o de los regulares, y seguramente que los del otro lado también cantarían su sangre derramada, absorbida por los atroces Monegros de la batalla, y en los mismos y en distintos lugares, lo mismo de secano que de regadío, igual de bosque y montaña que de colinas onduladas de olivares, de páramos o de mesetas. Sangre por todas partes, sangre que parecía alcanzar el nivel de su mesilla de noche y ahogar los iconos familiares. La jota era como una bandera y hablaba de guerra y de vino, de amor y de guerra, de muchachas y de la Virgen del Pilar, y de putas y de cabrones y de guerra, de guerra, de guerra. Había coplas desvergonzadas, coplas tremendas, de un celtiberismo morrocotudo, en las que se llamaba zorra a la Pasionaria, pederasta a Azaña y ladrón a Prieto. Pero estas palabras no daban el verdadero encono del epíteto, porque en las voces homéricas la Pasionaria era como una reina negra y salida; Azaña, el rey de la banda de la pana, y Prieto, el emperador de los violadores de tumbas y de cajas de caudales. Por supuesto que en el otro lado dirían lo mismo, con apellidos distintos. Le empavorecía a Matías tan furiosa resurrección de Mingo Revulgo y cuando alguna noche escuchaba la escandalosa generala de los camiones de la Móvil —que se iban a taponar una brecha en cualquier parte— y oía las canciones de los soldados que entrarían en fuego al amanecer, todo le parecía tan absurdo, tan de pesadilla, que recitaba mecánicamente la tabla de multiplicar tanto por meter su pensamiento en redil matemático como para convencerse de que todo aquello era cierto, positivamente cierto, cierto de arriba abajo.
«Para Navidad, en casa», pensó Matías —¿hace cuántos años?— ante el júbilo de los que se manifestaban entusiasmados por la liberación de San Sebastián. «Para Navidad, en casa», repitió unos días después cuando las Columnas del Sur, al mando de Várela, hicieron pedazos la resistencia roja en torno a Toledo y treparon hasta la cumbre luminosa del Alcázar. Para entonces Matías estaba muy acostumbrado a la guerra, muy hecho a aquella situación anormal que comenzara con unos insólitos clarinazos y una insólita trompetería, con vuelos de propaganda de los aviones propios hasta tornar electoral el cielo de Zaragoza, que continúa por los hoscos e invariables caminos de la huelga general y que en pocos días entró en la fase de lo que ya se llamaba campaña. Mientras hubo paternales octavillas y miríficos bandos de guerra y obreros huelguistas, Matías creyó, incluso a pesar de sus observaciones en la estación, que en España no pasaba nada y, por tanto, se impacientaba mucho al pensar en su retorno a La Seo de Urgel. Cuando las campanas del Pilar tocaron a guerra Matías se tranquilizó súbitamente porque un antiguo sedimento militar que suele acompañar a los españoles le aconsejaba paciencia: la guerra es cosa seria, fea, nada apetitosa; pero cuando toca, de nada vale desesperarse. Trató, pues, de organizar su vida y por el momento se conformó con ayudar al dueño del hotel a llevar la correspondencia y la contabilidad.
Una tarde de finales de noviembre, encapotada como un voluntario, ya con mucho frío en los soportales del paseo de la Independencia y con el andén central batido por el Moncayo como por la artillería y con antecedentes de bruma espesa en las orillas del río, entró a tomarse un café en uno de los bares cercanos a Salduba. Los soportales guarnecían un melancólico otoño del mismo modo que las constantes incitaciones a la violencia levantaban tempestades en su antigua alma pacífica. Había en el bar cuatro estudiantes heridos que hablaban de la guerra con la fanfarrona generosidad de los mozos. Eran de la Móvil, o al menos esto se desprendía de sus palabras, que evocaban la vasta y sangrienta frontera de Aragón. Sonaban los nombres de Albarracín y Zuera, Quinto y Belchite, Almudévar y Celadas, Teruel y el cementerio de Huesca, la ermita de San Jorge y Vivel del Río, y a Matías aquella letanía le sabía como un destemplado y monótono redoble cuya traducción fuese: «Aragón tiene cerrado el camino de La Seo de Urgel y Cataluña, el de Zaragoza; a uno iguales».
Matías, escuchando a los cuatro muchachos, administraba cuidadosamente su cafelito. Hablaban con grandes risas, soltaban palabrotas a chorro, quizá porque leyeron «Sin novedad en el frente» durante sus cursos universitarios o puede que antes, o porque consideraban a la guerra como un mulo soberbio, tozudo, de mala sangre, sobre cuyos lomos bueno era descargar varazos dialécticos. Le atizaban también entreorejas con una picante dinamita verbal.
—Les dejé junto al cabezo, casi con el agua al cuello, como siempre. A mí me arrearon al mediodía y eso que sólo asomé lo indispensable. Pero en cuanto me vieron la punta del cuerno, zas. No sé quién les habrá enseñado a esos piojosos cabrones del «chino» a manejar la artillería, pero conmigo se lucieron...
—¿Por dónde andaban los de la primera centuria?
—¡Y yo qué sé! ¿Acaso me ha hecho Dios el guardián de la primera centuria?... Me figuro que no muy lejos, pero no se veía • w. a jurar. Ardió todo el monte bajo y allí se achicharraba Dios.
—Hala —comentó un escéptico—, ya tenemos otra loma quemada para coplas. ¿Y cuántas van?
—¿Pero no oíste a ninguno por dónde andaba la primera, so mamón?
—¿Oír? Ya lo creo, lo menos a quince; pero en el puesto de evacuación y la mayor parte no abrían la boca más que para soltar ayes y cagarse en todo lo cagable. Fue lo más duro que he visto.
—¿Más que lo de Zuera?
—En Zuera te cascaron a ti, ¿no?
—Sí, a la noche, cuando ya había pasado lo gordo.
—Es igual; para ti, Waterloo —escupió uno con un hueso de oliva negra—. Lo de Zuera fue una fiesta.
—Aibá...
—Palabra, una «gardenparty» al lado de lo de Farlete. No estaban muy dispuestos a creerlo ni el herido de Zuera, ni
e! de Quinto, ni aquel otro de la retirada de Barbastro. Pero el de
Farlete insistía:
—Con deciros que hasta palmó el catalán, ya está dicho todo.
—¿El catalán? —se admiraron los tres a un tiempo.
—El mismo que viste y calza..., que vestía y calzaba. Al pobrecito le dieron bien en la sesera y se nos quedó como en éxtasis, como cuando nos enseñaba a cantar el «Virolai».
Atendió Matías con interés de paisanaje los elogios postumos de aquel catalán que desde Zaragoza atacaba a los que venían de Cataluña, que volvía a la Virgen del Pilar «morena de la serra» de Alcubierre, que enseñaba el «Virolai» a sus camaradas y que consiguió —a lo que decían— hacérselo tocar a uno de ellos, guitarrista de un cuadro jotero, en la azarosa misa de los pocos domingos en que se conseguía oír misa.
—Era tan valiente —dictaminó el de Zuera— que de proponérselo nos hubiera enseñado también a bailar sardanas.
—Un tío bien majo y con todo muy bien puesto. Contaban y no acababan de las proezas del catalán. Matías se dolía con el laude funeral y quería saber más de aquel claro varón y desconocido paisano que ardió en las mugas de la frontera estival, y& de cara a un tibio otoño que posiblemente tornaría de oro los paisajes natales, que acaso humanizase los borrascosos Monegros de la guerra. El catalán aseguraba: «A mí no me matan, y si me matan, me matan en Sans». Y como si esto fuera un dogma el catalán se hundía en el fuego como en la Rambla de las Flores por abril, con una vaga sonrisa en los labios, y hasta provocaba el fuego para reírse de él, y así encendía cigarrillos en plena noche con todo un «Heraldo de Aragón» en llamas, de pie sobre el parapeto, y a la luz de aquella improvisada antorcha discurseaba a los «escamots» —que solían ser catalanes y murcianos del anarcosindicalismo— en su propia lengua y se encaramaba al árbol genealógico de su» enemigos, que por la rama paterna se cruzaban con apellidos regimentales. Los otros le contestaban en catalán y en castellano sin morderse la lengua y el tío comentaba en voz baja: «Esto es el parlamentarismo auténtico». Ni ráfagas, ni descargas, ni el sutilísimo paco podían con él, y los de enfrente no atinaban a cerrar aquella virulenta boca que les escarnecía con riqueza de léxico y pureza de acento, y que un rato después, sosegada por el rojo cariñena que manaba de la bota, suavizaba su vocabulario para hablar de su familia y de su tierra con una ternura infinita, paradisíaca, a mil leguas de la pólvora. Tuvo que llegar un tomate como el de Farlete para que al catalán lo pillase por su cuenta la muerte.
Matías interrumpió aquel bonito gorigori aragonés por un catalán muerto en campaña y se acercó a los de la Móvil.
—Ustedes perdonen la curiosidad, pero es que yo también soy catalán.
—Ya se le nota, noi —le dijo uno.
—¿Verdad? —Se echó a reír; siguió—: Me gustaría conocer el nombre de ese paisano mío del que hablaban ustedes. No creo que yo le haya visto en mi vida; bueno, eso es lo más probable; ni siquiera pienso en que pueda tener relación con algún familiar o amigo suyo. Sería demasiada casualidad.
Se cortó un poco. Temía que no le entendieran.
—Claro, claro —le animaron.
—Es que estoy solo, ¿saben?, y mi mujer y mi hijo están sin mí, en La Seo de Urgel, y hablar de un paisano me hace mucho bien. Es como si ya estuviera en casa.
—¿Te acuerdas tú del nombre? —le preguntó el herido de Zuera al herido de Farlete.
—¿Del catalán, el nombre del catalán? Hurgóse metódicamente en la dentadura con un palillo para concentrarse mejor. El palillo había sostenido un montado de aceitunas rellenas, anchoas y pepinillo en vinagre, pero eso no afectaba al caso. Puso los ojos en blanco, chupó de su vermú con ginebra, picó una aceituna. Se le veía calentar la memoria.
—¿Cómo leches se llamaba, maño?
Ninguno de ellos, en verdad, sabía el nombre de aquella criatura valerosa cuyo réquiem de camaradería acababan de entonar junto a las banderillas de pimiento y huevo, la ensaladilla imperial, la cerveza, las aceitunas gordales, las olivicas negras con cebolla, almendras saladillas, variantes, tacos de jamón, los vermús y el solitario café de un catalán.
—Verá, yo recuerdo su nombre. ¿No era Castellet? —se volvió triunfante hacia los demás.
—No, no era Castellet.
—Lo supe, esto es seguro que lo supe; pero luego se quedó con el «catalán» y siento mucho haberlo olvidado. ¿De verdad que no era Castellet?
—Pesao...
—A mí me suena a Montañola o Muntañola o alguna gaita así.
—No, no...
—Todos le llamábamos el «catalán». El comandante decía: «Que venga ese chalao del "catalán"», y el pater decía: «Me ayudará a misa el "catalán", que lo hace muy bien», y las chicas de los pueblos nos decían: «El "catalán" es más fino que vosotros y tiene otros detalles y, además, es un muchacho con los ojos tristes», y nosotros le decíamos al catalán: «¡Eh, "catalán", echa un trago!».
El de la retirada de Barbastro encaminó el diálogo por vías prácticas.
—Si tanto le interesa, quizás en el cuartel tengan el nombre.
—Puede que sí —replicó el de Zuera—, pero hay mucha gente que se ha incorporado sin más ni más, sobre el campo, o se ha pasao por las buenas y se ha liao a tirar a los rogelios, y más de uno palmó sin que se llegara a saber nada de él.
—¿No era Castellet?
—Yo creo que sí —contemporizó el herido de Quinto, que se aburría un poco.
—¡Qué va a ser!
—Me hubiera gustado saberlo —insistió Matías—. No se rían de mí si les digo que desde ahora mismo voy a rezar por el alma de Jordi Castellet Muntanyola, pongo por caso, natural de Barcelona, de veinte años de edad.
—Eso tendría, veinte años.
—¡Rediós, como cada quisque! A ver si te crees que esto es un asilo de ancianos.
—Pues no faltan carcamales con dos huevos...
—De veinte años de edad, rubio, mediana la estatura...
—Más bien alto.
—Sin exagerar. Un chico corriente, de estatura regular, el pelo castaño...
—¿Castaño? Tú sí que estás castaño...
—Castaño y con la raya al lado, dentro de lo que cabe.
—¡Vete a paseo! Tiraba el pelo para atrás y el pecho p'alante. Bien seguro que estoy.
—Qué más da, amigos —dijo Matías—. Me hubiera gustado rezar por alguien determinado y concreto, porque eso hubiese sido como rezar por un antiguo compañero de colegio. Pero tampoco me disgusta rezar así, nada más que pro el «catalán».
—A lo mejor en el cuartel le dan detalles; pásese por allí.
—Iré.
—Era un jabato su paisano.
—Me agrada oírselo.
—Vamos a beber por el «catalán». Con coñac, ¿eh?, que a él le tiraba mucho y esas cosas hay que respetarlas. Son sagradas memorias. ¿Quiere acompañarnos?
—Sí, gracias.
Trajeron cinco dobles de coñac. Primero que nadie el de Zuera alzó la copa y dirigiéndose a Matías propuso:
—Por su compañero de colegio, el «catalán».
—Por Jordi Castellet Muntanyola —dijo Matías.
—Por Jordi Castellet Muntanyola —contestaron los demás. Bebieron. Era como poner flores sobre una pobre tumba en el camino de Farlete. Matías explicó:
—Lo siento. No puedo corresponder y a Jordi le hubiera complacido que lo hiciese, pero estoy sin blanca y vivo a crédito en el hotel. Menos mal que en el hotel me conocen de toda la vida.
Su declaración estimuló la generosidad de los heridos. Continuaron, pues, colocando flores de todos los colores compatibles con el alcohol etílico sobre la memoria de el «catalán» recién bautizado. A Matías comenzaba a darle vueltas la cabeza y se despidió. Aquellos muchachos tenían el estómago hecho de madera de tonel. Lo vieron salir a la calle, meterse en la noche apagada y el de Farlete comentó:
—Algo «rabassaire» me ha parecido el sujeto, con tanto Jordi...
—No digas bobadas. Debe ser desolador encontrarse sin nadie, sin la mujer, sin el hijo, sin amigos. ¿Qué va a hacer el tipo, qué quieres que haga?
—La guerra, por ejemplo.
—La guerra se hace con amigos, si no es una lata. Matías se fue hacia el cuartel a preguntar por el «catalán». Jordi era un chico alto, de buena facha, con una cicatriz en la frente, que solía veranear en La Seo, en el Hotel Mundial. Jordi no tenía veinte años; Jordi tenía bastantes más pero los disimulaba muy bien, como el propio Matías. Jordi había jugado de niño con Matías entre la gitanería de las fortificaciones de Castellciutat, y con una escopeta del doce haban cazado pajaritos en las huertas próximos al río, en las praderas que casi se metían en la zona urbana, en el chirrión, en los prados. A veces los pájaros caían abatidos entre la alta yerba de un prado sin segar, y Jordi y Matías se resignaban a no cobrar la pieza porque el furor de los payeses era terrible si les pisaban las yerbas. Jordi y Matías habían bailado sardanas, tangos, valses y foxtrots en el entoldado de la fiesta mayor y pescaron truchas en el alira, y a veces paseaban con los jóvenes oficiales de la guarnición y bebieron copas en casa de la Asunta, que con quien mejor se llevaba era con el Ejército. Jordi y Matías eran muy amigos. Jordi conoció a Victoria al mismo tiempo que Matías y cuando se hicieron novios les dijo: «El día de la boda yo llevaré el ramo, ¿verdad?». ¡Oh, sí!, Jordi, el pobre y desconocido Jordi Castellet Muntanyola, de veinte años de edad, moreno o rubio, alto o bajo, quizá de Barcelona, claro que sí; el bueno de Jordi era muy amigo de Matías y ahora estaba muerto y sepultado en las cercanías de Farlete y Matías iba por las calles de Zaragoza silbando el «Virolai», y Victoria y el pequeño estaban en La Seo de Urgel y nadie sabía de ellos, y a punto estuvo de poner más rosas sobre el pobre Jordi; pero pensó en que pudieran verle los cuatro heridos a los que confesó la verdad: «No tengo blanca»; pero para una copa, para una rosa, sí que le quedaba para una copa a la salud de Jordi, que no podía morir antes de Sans. No bebió la copa por el qué dirán, y cuando estuvo dentro del cuartel prefirió no preguntar nada, y cuando le preguntaron a él:
—¿Usted qué quiere, paisano?
—Alistarme —contestó sencillamente.
Y se maravilló al darse cuenta de que siempre había estado pensando en ello y no lo había visto claro hasta aquel momento.
Rezó en el Pilar por Jordi Castellet Muntanyola, muerto en los alrededores de Sans, y por Matías Nargo Rius, que no quería morir, pero tampoco vivir al margen. Alistándose se acercaba a Victoria y a su hijo, pasase lo que pasase. Hizo cola para besar la columna, se arrodilló ante ella, luego pasó los dedos por aquel sagrado hueco que era como un corazón y echó unas perras en el cepillo. Claro que también rezó a la «Moreneta» y aunque sabía que las dos eran la misma Virgen le pareció que las dos se llevaban bien y que era tan bonito rezar en el Pilar a la «Moreneta», como, un día, acaso próximo, no mucho, claro, pero próximo, rezar a la Virgen del Pilar en la casa wagneriana de la «Moreneta».
Fue al hotel a despedirse. El dueño le abrazó.
—Ya no me paga usted por Navidades.
—¿Por qué? ¿No habremos tomado Cataluña de aquí a un mes?
—Yo me sospecho que no, pero aunque así fuera, a mí no me sale de los cojones cobrarle a usted, Matías.
Pidió una botella para celebrarlo. Era un cariñena espeso y amarguillo que se dejaba querer. La tumba de el «catalán» caído estaba llena de flores; las flores cubrían el cuerpo del pobre catalán, y de este modo Matías Nargó agarró su primera borrachera de la campaña y convenció al dueño del hotel de que en cuanto liberase La Seo le giraría.
—Bien —admitió el dueño tras de una lucha dialéctica realmente fratricida que el cariñena y un chorizo cular y picante azuzaban sin desmayo—; bien, Matías. Si usted vive, gira; pero en caso contrario no se preocupe.
Matías cubrió un ligero período de instrucción. Cuando entró en fuego con un batallón destinado a operaciones de flanqueo en el insistente ataque a Madrid, le pareció que estaba a las puertas de su casa. El Guadarrama era como un primo hermano de la sierra del Cadí y se volvía a mirarlo y le decía: «Para la primavera dominaremos el centro, caerá Madrid, y Cataluña se nos vendrá después a las manos como una fruta madura».
Nunca supo de los suyos. Escribió varias cartas a un amigo de Les Escaldes, pero no debieron de llegar porque el andorrano no contestó. Con los fríos de aquel invierno, Matías y otros muchos se reafirmaron en su fe primaveral —la primavera estaba muy de moda— y otros la sacralizaban diciendo que el fin de la guerra vendría con la próxima Semana Santa, y como Málaga cayó en febrero, todos se frotaron las manos de gusto por su clarividencia. Cuando lo de Guadalajara se pasó más de quince días pensando en que nunca más volvería a ver su casa; pero, en cambio, las tres bes —Bilbao, Brúñete, donde le tocó pringar, y Belchite— le dieron grandes esperanzas. El amigo de Les Escaldes se hizo finalmente vivo, precisamente cuando las Brigadas de Navarra ocuparon Gijón:
«Lo único que sé —le decía en la primera carta— es que Victoria y tu hijo se marcharon de La Seo. Oímos el parte de Burgos cada noche y bebemos por vosotros. Al bar donde nos reunimos ya le llaman los rojos el Bar Burgos, porque todos nosotros somos de los vuestros. Te mandaré tabaco siempre que pueda. Tengo ganas de darte un abrazo». Lo de Teruel le inquietó, pero no demasiado.
Desde el frente de Madrid, más sosegado, sintió cómo el agua le mojaba las botas aquel Viernes Santo de 1938, al mismo tiempo que se las mojaba a don Camilo, que era como todo el mundo llamaba al general Alonso Vega, y a todos los chicos de la IV de Navarra que había cortado la zona roja en dos por la parte de Vinaroz. De Vinaroz y de aquella zona recordaba con singular placer los langostinos y de todo ello se habló en la chabola. En cuanto se metieron en el macuto Lérida los de Yagüe estuvo en un tris que no se volviese loco de alegría. Cantaban:
«Dicen que traerán medias de Cataluña, ¡ay, ay!, de Cataluña, de Cataluña...»
Sospechaba que para la fiesta mayor, allá en septiembre, iba a estar en casa; pero luego vino el Ebro, tan largo, tan montenegrino, y además le hirieron dos veces en aquel verano y creyó morirse aunque los dos balazos fueron de suerte, pero veía demasiadas caras largas en los hojalateros de la retaguardia, y luego en el hospital, a oscuras, se acongojaba y menos mal que volvió pronto a la compañía, y alguna noche, solo, a escondidas, lloraba. Sus camaradas le aguantaron pacientemente, haciendo como si no se le notase su crisis y hablaban como si la guerra estuviese ya ganada.
Resucitó aquella víspera de Navidad en que los del viejo Ejército del Norte y del Centro atacaron en todo el frente y resucitó más de prisa porque había un Cuerpo de Ejército de Urgel. Pidió el traslado, pero era difícil moverse del frente de Madrid. En enero de 1939, dos días antes de la liberación de La Seo, el capitán Silvio le dio un permiso de un mes, pero a la semana escasa estaba de vuelta y sombrío. Victoria había sido detenida a primeros del 37 cuando en La Seo se enteraron, cualquiera sabe cómo, de que él servía en las filas nacionales. Estuvo detenida más de tres meses. Luego la pusieron en libertad, reclamó a su hijo y se fue de La Seo, algunos decían que a Barcelona. El capitán Silvio le escuchó atentamente, le invitó a coñac, le palmeó la espalda y le dijo:
—Lo siento, Matías; de veras que lo siento.
Y, por su cuenta, además de recargarle el servicio para no darle tiempo a pensar, pidió a los de información que hicieran cuanto fuera posible para localizar a la familia del cabo voluntario Matías Nargó Rius, desaparecida de La Seo de Urgel. También hizo una gestión con la Cruz Roja Internacional. La Cruz Roja Internacional apuntó cuidadosamente el nombre de Victoria, el nombre del chico, las señas personales, las circunstancias de su detención, todo; sacó tres fichas y luego seis más, y después continuó enviando leche condensada y caviar a las queridas del doctor Negrín.
La guerra andaba por febrero de 1939. Unos días después de la llegada a Port-Bou, el cabo Matías ocupaba con su escuadra una chabola muy confortable de la Casa de Campo. Tenían una mesa isabelina para jugar al julepe, una bañera con paja y un jergón que ocupaban por turno riguroso. Tenían un brasero amorosísimo y antiguo y varias novelas policíacas. También se sentía como en casa en el momento en que el capitán Silvio entró en la chabola y anunció:
—Tu mujer y tu hijo han sido localizados en un pueblo cercano a la frontera. Ya están en Barcelona y van a ser trasladados a La Seo. Enhorabuena. Toma.
Le alargó un telegrama de la Segunda Sección Divisionaria. Matías se echó a llorar y también lloraba por el «catalán» muerto en Farlete. A Enrique se le saltaron las lágrimas, y lo mismo le pasaba a Paulino, con todo lo bruto que era, y también a Vicente, el cual, sin embargo, tuvo la serenidad suficiente para recordar que el cabo Matías aún era propietario de dos botellas de coñac. El capitán Silvio bebió con ellos. Matías le pidió permiso para ir a La Seo de Urgel y el capitán le respondió:
—Lo siento, no puedo hacerlo. Se han suspendido todos los permisos. Tendrás que conformarte con lo que hay. No puedo hacer otra cosa.
—Gracias, mi capitán; ya ha hecho usted bastante. Yo era por un por si acaso...
Un día que estaban de reserva les mandó con un pretexto cualquiera a Toledo para que intentasen telefonear, pero fue imposible. Matías le contó la historia a la telefonista y ella le prometió:
—Si puedo, yo misma daré un recado en cadena a ver si llega hasta su mujer; pero me parece que es como si no... No lo conseguiremos.
La telefonista decía esto porque le había conmovido la historia, pero también porque quien solía conmoverle con alguna frecuencia era Vicente, que tenía muy buena mano en estos asuntos.
Ahora, Madrid iba a caer, y España entera podría afeitarse la barba, aunque de hecho apenas si quedaba alguna que otra. Ellos se preparaban ya para entrar en Madrid, y Madrid ya se les había entrado en ellos. Por orden del capitán Silvio armaron a un chaval falangista, que tendría sus dieciséis años, y lo encuadraron en su escuadra. Haría de guía. Aún era de noche; pero al amanecer, o quizás a media mañana, saltarían de las viejas posiciones para tomar el camino de la Puerta del Sol. Por eso Matías repasaba los retratos familiares y los comparaba con una foto borrosa, tamaño seis nueve, que acababa de recibir. En la trinchera, un soldado tocaba la armónica. Tocaba «La Chaparrita» y algunos canturreaban de puro contento. También Matías se puso a cantar.
Pensaba en que todos los caminos van a La Seo de Urgel, pero que en aquel momento, más que ninguno, el camino de Madrid. Por eso cantaba. Cantaba pensando en su mujer y en su hijo. Cantaba pensando en que aún podría tener otro y ponerle Jordi de nombre. Cantaba pensando en Jordi Castellet Muntanyola, el «catalán»; en aquel paisano muerto en Farlete, no en Sans, y cantaba para que el mozo supiese algo de «La Chaparrita», chica a la que nunca conoció. Y era una pena.

RAFAEL GARCÍA SERRANO

Rescatado del anaquel: "Consideraciones sobre Sanseacabó", de Rafael García Serrano



Segunda perla, que lo prometido es deuda. El lector avisado observará que estos dos artículos han sido ubicados en la sección "Rescatados del anaquel". Es mentira. Prácticamente se han rescatado de la trituradora de papel, de la basura, que es donde los políticamente correctos amos de la cultura desearían que estuvieran. No importa, aquí estamos nosotros para rescatarlos y, esperamos, pronto alguna editorial puede darles nueva luz.

Disfruten estas Consideraciones sobre Sanseacabó, publicadas en El Alcázar el 27 de junio de 1983. Una muestra más de la genialidad de Rafael García Serrano.


Consideraciones sobre Sanseacabó

EL ALCÁZAR
LUNES, 27 DE JUNIO (83)


Sanseacabó es una expresión corriente con la que se da por terminado un asunto. No sé quién elevó el Sanseacabó a los altares, pero me temo que fui yo (al menos no conozco ningún otro antecedente, que bien puede existir y que acataría con todo respeto) en alguna de mis novelas de la guerra, creo que «Plaza del Castillo», y no solamente fue incluido en mi.«Diccionario para un macuto» sino que en la «Soli» catalana que dirigió Luys Santa Marina, le mantuve velas semanales encendidas ante su altar a través de una sección que titulé, si mal no recuerdo,. «Letrillas a Sanseacabó, Patrón de los exasperados». Algunos escriben San Seacabó, y a mí se me ha escapado así en alguna ocasión, pero con arreglo al diccionario debe escribirse Sanseacabó, todo junto, como Santiago. Al fin y al cabo los dos son patrones de España. O lo eran, porque con esto del cambio uno no sabe a qué atenerse, y más parece que estemos bajo el patrocinio de Santmarx que de Sant Yago o Sant Seacabó, por así escribirlo. Los tres santos llevan barba según las reglas de la imaginería. Es de suponer que Santiago la usase realmente, aunque por la misma razón su condiscípulo San Juan no se cree que la luciera. En el mundo judío la barba estaba de moda, pero en el mundo romano o heleno, no tanto. De las barbas de Santmarx hay guardapelos en la Moncloa. A Sanseacabó cada cual le pone barba o no según la época. Para mí que cuando se apareció la última vez en España iba afeitado, e incluso algunos teólogos se aventuran a afirmar que llevaba aquel bigote fascista o facha, que Juan Aparicio descubrió como el santo y seña capilar de la generación del 36. De aparecerse ahora lo mismo podría ir afeitado que con barbas y a lo loco, porque éstas son tan populares que lo mismo crecen en rostros rojos que falangistas. Pero no me da el pálpito de que Sanseacabó vaya a aparecerse por estos andurriales celtibéricos, si bien comienzan a darse ésas que se llaman, por contagio, condiciones objetivas para su santo advenimiento, aunque falta la. principal: la desesperación.
Hay una frase de Macaulay (que conozco de refilón, porque a mí nunca se me ha ocurrido leer a Macaulay), que dice, más o menos, que España «es un país que reserva sus energías para el día de la desesperación». Esto es verdad aunque lo diga Macaulay, que era liberal e inglés, lo cual le coloca la doble tiara de enemigo de España. La desesperación es una virtud española desde mucho antes de que la cantase aquel dichoso Espronceda, si es que fue él. En cualquier caso la «Desesperación» se vendía en la Puerta del Sol igual que la «Guía de Madrid de noche» y las gomas para los paraguas y otras aplicaciones. Desesperado es un vocablo español, como guerrillero o pronunciamiento o liberal, que ha pasado sin. traducción a otros idiomas. Desesperar es quedarse sin esperanza, pero también impacientarse, exasperarse. y el desesperado se lanza a la desesperada, lo cual resulta lógico, porque aun poseído de desesperanza, acude a remedios extremos para lograr lo que no parece posible de otro modo. O sea que incluso en la desesperación nos queda un rescoldo de esperanza si decidimos obrar a la desesperada. Siempre la paradójica España. Acaso fuese la Puerta del Sol el mercado ideal para vender desesperación porque allí los desesperados chisperos de mayo encontraron la fórmula precisa para batir a Napoleón, cosa que no se les había ocurrido ni pensar a nuestros geniales estrategas, más propicios a doblar el espinazo o a presentar sillas y sillones a culos galos o similares que a desenvainar las espadas, como no fuese para rendir honores a Murat, que es un personaje eterno en la historia de España, y anterior, por tanto, y también posterior al gran duque de Berg.
Desesperar es tanto como exasperar, o sea que también equivale a lastimar, irritar, enfurecer, dar motivo de enojo. Los desesperados son igualmente exasperados. De aquí que Sanseacabó, patrón de los exasperados, lo sea asimismo de los desesperados.
¡Sanseacabó y cierra España!
(El día que menos se piense nos levantamos desesperados, del mismo modo que tras de acostarnos monárquicos o republicanos, nos hemos levantado sucesivamente republicanos o monárquicos, según soplen los vientos... A mí el almirante Aznar me va pareciendo un genio.)
La desesperación es la última esperanza de España. Otra paradoja.

RAFAEL GARCÍA SERRANO.

Rescatado del anaquel: "El robo del siglo", de Rafael García Serrano



Terminando ya esta semana veraniega de cuasi despedida dedicada a loar a una de las mejores plumas de nuestra literatura, la de Rafael García Serrano, caímos en que no podíamos dejar de mostrar su calidad como articulista.

Con ese fin, vamos a traer aquí un par de perlas, magnífico broche casi final para un ciclo dedicado a este magnífico escritor, y me redundo intencionalmente.

La primera es El robo del siglo, aparecido en los dietarios personales del autor en el periódico El Alcázar el jueves 27 de enero de 1983. Un artículo que se lee como si hubiese sido escrito ayer mismo. Leanlo y gocenlo.

El robo del siglo

EL ALCÁZAR
JUEVES, 27 DE ENERO (83)


Usted haga la prueba. No vacile. Está al alcance de su mano y no necesita desconfiar de los encuestadores del municipio marxista, ni de las organizaciones Gallup, ni de los abundantes expertos en estadística. Usted va por la calle, si le apetece, baja al metro —que vaya usted a saber si le apetece— o se planta en la barra de un bar, que yo creo que sí que le apetece, y a cada persona que se le ponga a tiro le hace esta sencilla pregunta:
—¿Cuál es el robo del siglo?
Comprobará inmediatamente que las opiniones están muy divididas y también que mucha gente se encoge de hombros, bien porque sinceramente ignora cuál puede ser la respuesta adecuada o bien porque su pesimismo fundamental le inclina a creer que el robo del siglo todavía no ha sido perpetrado y que aún quedan unos años por delante para mejorar cualquier marca racionalmente homologable. Usted apresúrese a advertir:
—Se entiende, caballero: me refiero a cuál es el robo del siglo en lo que va de siglo...
—Ah, siendo así... Mire, a mí me parece que aquel de un tren que asaltaron en Inglaterra...
Usted no dé explicaciones. Limítese a dar las gracias y a ir anotando las respuestas.
—El de Correos... y además que no les echan el guante. Le digo yo que ahí hay tomate.
—Hombre, parece que el de las cajas fuertes de ese Banco de Marbella no está nada mal...
Algún viejo facha lleno de mala uva, intolerancia, rencor y todas esas cosas que son típicas de los fachas, le soltará como quien suelta un perro rabioso:
—El robo del «Vita», el que hizo el PSOE en pleno, desde sus jefes hasta el conserje pasando por el último miliciano de las Brigadas del Amanecer...
Salga usted corriendo. Ese señor trata de envolverle, de buscarle un lío, es capaz, incluso, de hacer mofa de los Ciento y Pico Años de Honradez. Los fachas son así, irreconciliables, tremendos...
Algunos le contestarán:
—El de la iglesia de mi pueblo...
Porque, saben, ahora hay mucho patriotismo de campanario y lo que no ocurre en el pueblo de uno es como sí no hubiese ocurrido; como solía decir un escritor:«Yo, hasta que no lea mi esquela en Abc no me habré muerto...»
Y se equivocó, porque no pudo leer su esquela en el Abc y eso que la publicaron, porque estaba muerto.
De modo que muchos les hablarán del tesoro de la catedral de su ciudad. de los cuadros de tal convento, de las joyas de la ermita de tal sitio...
La parte siguiente de la prueba es ir diciéndoles a todos:
—El mayor robo del siglo, señores, lo tienen ustedes delante de las narices y no lo ven. A usted le han robado lo mismo que a mí y a esa señora y a ese niño y a todos. Nos han robado España. Nos han quitado a España. Nos hemos quedado sin España como uno puede quedarse sin reloj en el metro, o sin la cartera en la calle, o sin el sobre de la paga al ir a celebrar el milagro de haberla cobrado en la tasca más próxima, esto es, sin enterarnos. Ha desaparecido España físicamente, su mapa ya no es el mismo, sus fronteras son distintas, sus gobiernos múltiples, incluso Madrid ya es sólo Madrid, no la capital de una nación; no, Madrid es una autonomía, ni siquiera un distrito federal, porque aquí nadie sueña en federarse porque eso sería casi fascismo, en suma, España ha sido robada, y ya no la tenemos, ya no está y nadie se ha enterado, ni el Gobierno, porque no le conviene, ya que es el protagonista de la faena, ni los diez millones de votos que le apoyan, ni los abogados del Estado, ni los ingenieros de minas, ni los churreros, ni las modistillas, ni los guardias de la circulación, ni los estudiantes, ni los militares, ni los ferroviarios, ni los obispos, ni los periodistas, ni nadie, nadie, nadie... Sólo nos hemos dado cuenta del robo unos cuantos españoles divididos en dos bandos. A los del primer bando les ha ocurrido lo que a aquella zozana cashera que denunció en comisaría el robo de todo el dinero que llevaba: «¿Dónde?», le preguntaron; «en el colco» (o sea en el seno, en el espacio hueco que queda entre el vestido y e! pecho) y cuando el policía se admiró: «¡Mujer!, ¿y cómo no lo ha notado?», la cashera respondió ruborosa: «Notar, ya noté, pero con buen intensión creí que hasía».
Frente a quienes creyeron que el enredar en el colco de España iba con buena intención, estamos los que desde el primer momento nos dimos cuenta de que aquello era un robo, pero claro, a los que así pensamos se nos llama oficialmente, con harta benevolencia, locos, porque realmente somos algo peor, perfectamente calificado por dos expertos antropólogos: bárbaros, salvajes, ciegos...
De todos modos a mi verdad me atengo: nos han robado España y en su lugar nos han dejado un cacho de papel.
La tercera parte de la prueba consiste en que por fin alguien se entere.

RAFAEL GARCÍA SERRANO.

jueves, 26 de julio de 2007

Firma invitada: Lluvia de excelentes obras de Rafael García Serrano, por Rafael C. Estremera




Una verdadera catarata de críticas ofrecemos hoy aquí. Todas de la mano de Rafael C. Estremera. Todos libros del maestro Rafael García Serrano. Todas obras maestras. Todas tan actuales como en el momento en que fueron escritas y ¡ay! todas, excepto una, tan inencontrables en el mercado del libro nuevo como un pingüino en el Sahara.

Empezamos con Cantatas de mi mochila, una joya recientemente reeditada dentro del libro global Navarra fue la primera, ya comentado aquí. Una vez entonado el espíritu a base de cantos de amor y guerra, nos vamos de viaje en el tiempo y el espacio, hacia el tiempo en que Cortés se deslumbró ante la grandeza de Tenochtitlan, con Cuando los Dioses nacían en Extremadura, un libro imprescindible para imbuirse del espíritu de conquista que hizo tan grande a España, que el sol no lograba oscurecerla por completo. Y nos vamos de nuevo a la guerra, en dos momentos distintos e inversos: primero al final, con La paz dura quince días y después, al principio, con La plaza del Castillo, contándonos como esa juventud ardorosa tenia tantas ganas de sanfermines que cuando terminó de correr delante del toro, siguió haciéndolo detrás del enemigo, fusila en mano. Por cierto, esta obra no hace muchos años la reeditaron y distribuyeron con El Mundo, lo que por otra parte no la contamina demasiado. Y terminamos regresando al presente, pues bien presente es V Centenario, libro que debería ser declarado de texto en todos los colegios españoles, pues nos muestra muy a las claras lo que podría pasarnos, sin olvidar apuntarnos la solución.

Disfruten de las críticas, disfruten de los libros, disfruten del calor.

«Cantatas de mi mochila»

Rafael García Serrano
Movierecord Ediciones


Esto no es una crítica literaria. No considero mi personal bagaje intelectual suficientemente repleto, como para hacer otra cosa que no sea decir lo que me gusta y lo que no; y ante el maestro Rafael, lo único que cabe —para mi y para cualquiera— es descubrirse, adoptar posición de firmes, y sanseacabó.
Por tanto, estas líneas son —en todo caso— un simple pretexto que aprovecho gustoso para hablar — escribir— de mí camarada Rafael García Serrano. Una camarada cuya presencia física nos falta hace ya muchos años, pero que sigue entre nosotros en espíritu. Y que, como el buen campeador Rodrigo Díaz, gana batallas aún después de muerto.
Cantatas de mi mochila es —quiera Dios que sólo sea por ahora— el último libro de Rafael García Serrano. Lo ha editado Movierecord "Ediciones, S.A., y cuando el maestro lo comenzó estaba destinado a cerrar la tetralogía con que cuatro autores navarros (Antonio de Lizarza Iribarren: Memorias de la conspiración; Javier Nagore Yárnoz: En la Iª de Navarra, y Alvaro D'Ors: La violencia y el orden), iban a conmemorar el 50 aniverario de la Victoria. La muerte retrasó el proyecto; pero —triunfando sobre la desaparición física— aquí están las páginas de Rafael, autorizada la publicación por sus hijos aunque no estén completas. Y es que ni la muerte podía hacer que Rafael García Serrano faltara a un compromiso adquirido; al apretón de manos, que vale más que acta notarial.
Cantatas de mi mochila es una reunión de veteranos —así comienza el libro—: un encuentro de viejos camaradas en torno a los manteles y al vino. El buen vino —sin exceso— es como un camarada más, y ayuda al recuerdo. En este caso, al de la música, que también es buena compañía, y el que no haya sacado alguna vez valor de —por ejemplo— el Himno de Infantería, que arroje la primera corchea.
Cantatas de mi mochila es, —en definitiva— eso: un parque de municionamiento espiritual, del que cada uno puede coger lo que necesite para mantenerse en la brecha, o lo que prefiera. Desde las marchas que cantaban las legiones de César, pasando el Rubicón para barrer una democracia podrida, hasta las letrillas del Tercio, cuando cruzaba —es un decir— el Ebro, con la misma intención. Buen vino, las canciones que recoge en su libro Rafael García Serrano, como buena es la poesía que brota a raudales de los artículos que lo completan.
Gracias a Rafael, por escribir este libro; y a sus hijos, por permitimos conocerlo. Nos estaba haciendo falta.


UNO DE LOS PASAJES HISTORICOS MAS GRANDIOSOS.

«Miren los curiosos lectores si esto que escribo, si había bien que ponderar en ello, qué hombres ha habido en el Universo, que tal atrevimiento tuviesen.» (BERNAL DIAZ DEL CASTILLO).

Rafael García Serrano: CUANDO LOS DIOSES NACÍAN EN EXTREMADURA.

Con esta novela, Rafael García Serrano realiza lo que el mismo autor denominó "unos ejercicios espirituales de terquedad hispánica". El cerco de los tontos, los traidores y los hideputas se cerraba sobre una España pobre, destruída por la guerra, pero ilusionada y altiva.

La tan denostada colonización española de América aparece aquí tratado como una novela de aventuras, sin dejar por ello de ser rigurosamente histórica. La Conquista de Méjico por un puñado de españoles, que emplearon tanto o más que la fuerza, la astucia y la diplomacia, es uno de los pasajes históricos mas asombrosos. Y Rafael García Serrano nos lo cuenta como si hubiera estado allí, coco a codo con el Bachiller por Salamanca, ganando batallas, tejiendo alianzas y quemando las naves; asombrándose ante el esplendor mejicano; llorando ante el cadáver de Moctezuma; retirándose en una noche de pesadilla, volviendo a la carga para entregar un Mundo al imperio solar español.

Y la fuerza que Rafael García Serrano imprime al relato, apasionado pero veraz, hace de esta novela una lectura imprescindible para quien quiera saber lo que fue -lo que es, lo que será- España.

"Quien quiera, que pase a la historia de aquel tiempo virgen y fabuloso en que los hombres buscaban la fuente encantada de la eterna juventud, de aquel tiempo en que las cataratas del Niágara, pura belleza, no producían equis millones de kilovatios al día. El tiempo español: cuando los dioses nacían en Extremadura. "(RGS).


UN DESCANSO EN LA GUERRA.


Rafael García Serrano. LA PAZ DURA QUINCE DÍAS.

Ha concluído la guerra en uno de los frentes de batalla, y los soldados vuelven a casa para disfrutar de un merecido descanso. Los que no descansan son los civiles -padres, madres, novias, hermanas- que durante días y noches preparan sin respiro la bienvenida y las diversiones con que recibirán a los que llegan.

Los que llegan, ajenas a los problemas que su llegada va a provocar, pues en la ciudad amiga se desarrolla una feroz batalla entre la beatería gazmoña y axfisiante, y los que -con el justo criterio de la sana alegría- quieren "una España alegre y faldicorta". Nada que ver -evidentemente- con la facilona y despatarrada que nos ha tocado vivir.

Rafael García Serrano nos presenta las horas de la Guerra de España en que, terminado el combate en el frente del Norte, las unidades que habían participado en la lucha descansaron, para reorganizarse, en varias ciudades. Concretamente en "Gambo", la contrafigura literaria de la mítica Pamplona.

Es un reportaje cálido y humano, heróico y sencillo, al que sirve como nexo de unión dos historias de amor que se desarrollan en el breve periodo de tiempo de un permiso. Horas narradas con un belísimo lirismo y un humor fresco, vivo, natural. Tal como eran las gentes de aquél fabuloso tiempo.


LOS SANFERMINES DEL 36.

Rafael García Serrano. PLAZA DEL CASTILLO.

En "Plaza del Castillo", Rafael García Serrano cuenta aquellos Sanfermines de 1936, que el vivió, en los que -bajo la fiesta- ya se podía sentir el próximo estallido de la guerra.

El chupinazo, el encierro, los churros en "la Mañueta", el aperitivo en el "Kutz" o en el "Torino" -el mismo que, aunque llamándolo "Milano", cantó Hemingway- la corrida por la tarde, y luego los bailes, el circo, el real de la feria y -sin interrupción- vuelta a empezar, uno y otro día, hasta el "pobre de mi", con la Plaza del Castillo que da título a la novela como corazón de la ciudad.

Todo ello sirve de marco en el que se desarrollan los últimos episodios de lo que sería el Alzamiento del 19 de julio en Pamplona, con el contrapunto de la muerte entre la fiesta. Los últimos lazos de la conspiración que forzosamente ha de emprender la tarea de evitar la caída de España en el servilismo soviético, las maniobras de los ya a listados bajo las banderas del Krenlim, y la inconsciencia de los demás. Los menos, por otra parte, porque Navarra nunca fue tierra de tontos.

Y la frase que nos da el tono para hoy: "Dios no nos ayudará mientras España no recurra a su Santo Patrono. Nos queda Sanseacabó".


HISTORIA FICCION PARA REIRSE Y PENSAR.

Rafael García Serrano. V CENTENARIO.

"V CENTENARIO" es una novela de Historia-ficción que, en vista de los acontecimientos actuales, puede convertirse en realidad cualquier día.

Narrada con un humor desternillante, nos relata el -cada vez menos hipotético- estallido de la unidad española en momentos cercanos -de ahí el título- al V Centenario del fin de la Reconquista y del descubrimiento de América.

Nos presenta personajes delirantemente reales, increíblemente posibles; actitudes que vemos en nuestro entorno cada día, situaciones dramáticamente actuales.

"V Centenario" es una novela cuya lectura no se puede abandonar y que, con magistral distribución de humor y amargura, nos mantiene en vilo hasta llegar al final y después del final.


Rafael C. Estremera

Firma invitada: Hemos leido: "La fiel infantería", de Rafael García Serrano. Por Rafael C. Estremera



Ya hablamos sobre la dificultad de encontrar obras de Rafael García Serrano en el mercado. Hoy, en el momento en que tanta basura puesta negro sobre blanco nos invade, encontrar textos de una de las mejores plumas del siglo XX español es casi tarea de titanes.

Por eso, nunca serán muchas las gracias que demos a la editorial Actas por la edición relativamente reciente de La fiel infantería, una edición cuidada y prologada por nuestro admirado Rafael Ibáñez.

Aqui traemos una crítica de esa magnífica obra, de la mano del mejor "garcíaserranólogo" del momento, Rafael C. Estremera.

Señores, entre Rafaeles está el juego. Trio de ases ¿quien puede con eso?


UNA DE LAS CIMAS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA.


Rafael García Serrano. LA FIEL INFANTERÍA.


Rafael García Serrano es un escritor injustamente postergado, olvidado y silenciado; un escritor perseguido por sus ideas politicas. Pero esta persecución no puede ocultar la realidad de que Rafael García Serrano es uno de los mejores escritores en lengua española de todos los tiempos. Y, con "La Fiel Infantería", la literatura española alcanza una de sus más altas cotas.

"La fiel obtuvo el Premio Nacional de Literatura José Antonio Primo de Rivera en diciembre de 1943 y para Reyes del 44 ya iba la policía recogiéndola por los escaparates, como a una muchacha descarriada. El libro acababa de ponerse a la venta, llevaba en la calle un mes o mes y pico y, gracias a la denuncia del arzobispo primado de Toledo y a la pasión eclesial de Gabriel Arias Salgado, permanecería secuestrado durante catorce años", nos cuenta el propio autor en el prólogo de una de las ediciónes. El lenguaje de la tropa parecía poco fino a la institución eclesiástica -la misma institución que andando los años se colocaría a la izquierda de Marx- que arrojaba piedras a la confortable sombra del régimen de Franco; y el respeto y el amor por el enemigo vencido que mostraba la novela le parecía imperdonable.

Con "La Fiel Infantería", Rafael García Serrano protagonizó una nueva conquista de Méjico, como el Bachiller por Salamanca Hernando Cortés -cuya epopeya también biografió Rafael- y como aquél antiguo soldado que se llamaba Manuel Rodríguez y que el mundo enteró llamó Manolete.

Manolete se presentaba en la plaza de toros de Méjico. En la plaza de toros ondeaba una bandera de la IIª República y Manolete -don Manuel Rodríguez- se negó a salir hasta que fuera sustituída por la Bandera de España. Manolete -voluntario en la defensa de Córdoba, artillero con su Regimiento durante la guerra- triunfó sobre los cornudos de la plaza, que se envainaron su banderita republicana, y triunfó sobre los toros de su lote. Con un par.

Rafael García Serrano recibió de Méjico la oferta de publicación de "La Fiel" secuestrada en España; una edición donde se contarían las vicisitudes de la persecución sufrida por la novela. Rafael se negó. Ni siquiera la injusticia de la persecución le pudo mover a permitir que su obra se utilizara para atacar al Régimen. Rafael fue siempre un caballero, un señor, un hombre de honor. Un español, un falangista. Su cuerpo herido por la enfermedad albergaba el espíritu de un capitán de los tercios que se hartaron de voltear franceses y enchiquerar flamencos y que, cuando llegaba la hora mala de la derrota, a la oferta de rendición con todos los honores replicaban: "señor, somos un Tercio español, no podemos rendirnos."

Como en toda obra literaria, no es difícil encontrar los puntos autobiográficos en las novelas de Rafael García Serrano. Pero acaso la mejor y más acertada imágen del maestro Rafael sea la de ese inolvidable alférez Ramón, enfermo de guerra, que unos días antes definía ante sus soldados -misionero- la paz que había de llegar: "una buena liebre sobre la que tirar todos."

La simple lectura de "La Fiel", como novela de ambiente bélico, es apasionante. Pero además, para cualquier persona interesada en conocer la época de la Guerra de España, es insustituíble. En ningún otro sitio podrá encontrarse un retrato mejor de la generación que, harta de ir muriendo poco a poco, decidió matarse de una vez para poder vivir en paz.

Rafael C. Estremera.

miércoles, 25 de julio de 2007

Rescatado del anaquel: "La sexta columna", de Magín Vinielles Trepat



En estos tiempos de la tan manida memoria histórica, fabuloso oximoron con que el gobierno nos castiga, resulta gratificante encontrarse con La sexta columna. Y es que estas memorias de un combatiente leridano publicadas por Acervo en 1971 (¡y que necesitan de una reedición urgente!), prologadas por Rafael García Serrano magistralmente (motivo que trae de visita el texto a estas páginas, y que se certifica con la reproducción aquí del prólogo), son un impresionante testimonio no solo de combate, sino del exodo que una gran masa de catalanes tuvo que padecer, a través de los Pirineos, en búsca de la España nacional.

Magín Vinielles Trepat, caballero mutilado, mantiene incólume su insobornable fidelidad falangista. Y lo hace evitando en todo momento dejar aflorar rencor alguno. Así, cuando habla de los caidos en zona nacional combatiendo por la unidad (¡presentes!), afirma: "Y lo mismo cabe decir de los que lucharon y murieron en el otro bando buscando una España mejor". No hay enseñamiento con nadie, no hay odio. Tal y como ahora estamos acostumbrados a encontrar los textos sobre la guerra civil ¿verdad?.

Hagamos votos para que Acervo, editorial que destaca por no olvidar su magnífico fondo editorial, vuelva a mandar a las planchas esta maravilla, pues se trata de un texto realmente difícil de localizar. Para muestra, les confesaré mi botón: el ejemplar que poseo procede de la que fue la biblioteca particular de Raimundo Fernandez Cuesta. Se trata del ejemplar de cortesía que el autor le remitió dedicado, lo que dota a mi volumen de una doble carga histórica que lo convierte en uno de los niños mimados de mis anaqueles, en un placer. Un placer que me gustaría compartir.

Les dejo con la presentación del maestro Rafael García Serrano. Que ustedes la disfruten.

PRÓLOGO

Le he dejado leer a un amigo el original de este libro que humildemente prologo. Se lo ha leído atentamente y le ha gustado.
—¿Y a ti? —me ha dicho.
—Nunca me gustan los libros que voy a prologar porque creo que los esterilizo. Mi nombre es tabú precisamente en las zonas que son capaces de hacer de un libro un «best-seller» o un libro corriente y moliente. Me resisto a prologar libros como a apadrinar niños. Creo que ambas cosas se parecen y me pesa en los hombros, incluso físicamente, la responsabilidad.
—Eso no es una respuesta. ¿Te gusta el libro o no? —ha repreguntado mi amigo, que como es terco e insistente es, naturalmente, hombre político.
—Pues sí, me gusta. Y me gusta por el tema y por el título y por el tratamiento llano y sencillo que el autor da a su historia, que es la historia de muchos catalanes en la guerra de España. Tú sabes que, a partir de hoy «La sexta columna» tiene dos significados diferentes.—¿Ah, sí? —me comentó un tanto escépticamente mientras con mucha más energía y fe se servía del «whisky» que mi mujer nos había colocado a mano, eso sí, recomendando a mi amigo que yo no me sirviese más que un dedito.
—Sí. Lo de la quinta columna, frase inventada por Mola y que se ha incorporado como liberal, pronunciamiento y guerrilla a todos los idiomas civilizados y a bastantes sin civilizar, tiene su aumentativo en lo de sexta columna, cuando después que el ya fallecido coronel Casado y el fallecido y ejemplar profesor Besteiro, descubrieron la invasión comunista treinta y tres meses después que la mitad de España. Fue entonces cuando se suspendió en Madrid, todavía rojo y dividido, la publicación de varios periódicos, entre ellos Mundo Obrero, y se dieron órdenes para que en adelante nadie osase meterse con la quinta columna ni siquiera desde el comedor de algún embajador bermello, donde dormían sus heroísmos editoriales algunos periodistas. Mije, diputado comunista y me parece que también miembro de su Comité Central, se subió a la parra pidiendo explicaciones y amenazando con rayos y truenos. El representante de Casado se limitó a contestarle:
——Desde este momento se han terminado las campañas contra la quinta columna. En lo sucesivo hay que obrar contra la sexta columna, que son ustedes, los comunistas.
Mi amigo se me quedó mirando.
—Bueno, eso es erudición de baratillo...
—Ni siquiera eso. Es el pequeño recuerdo de un periodista que ha leído cuantos libros ha podido sobre la guerra de España y que, a pesar de su mala memoria, recuerda de vez en cuando algo.
Le señalé una de las estanterías de mi modesto estudio:
—Mira, ahí tienes mil libros sobre el tema, salvo los que me vais pidiendo mis amigos y luego se os olvida devolver. Ahí falta un libro esencial para este prólogo. Los catalanes en la guerra de España, de José María Fontana, que presté a no sé quién, con unos márgenes llenos de notas, relaciones con otras obras e ideas personales que representaban cinco años de trabajo y muchas lecturas. El libro no ha vuelto. Como no soy ningún erudito puedo decir que para mí este libro perdido es el primero que me dio una verdadera dimensión de la Cataluña nacional en los momentos trágicos que van desde 1936 a 1939. Allí se señalan largas listas de evadidos, muchos de ellos muertos en la aventura de pasar a las filas de nuestro Ejército, y de otros muchos que se dedicaron al negocio de la guerra poniendo de capital, su sangre o su vida, y otros, más viejos, que inventaron el «crédito facial» para ir instalando industrias de todo género en la zona liberada, y otros que se dedicaron, con varia fortuna, a la política. Ese libro me haría falta hoy.
Me levanté, me acerqué a un estante y tomé otro volumen:
—Si Fontana contaba con humor y pasión mediterránea la odisea del catalán pasado a zona nacional, por todos los sistemas, este otro, de José Llordés, un soldadico que estaba sirviendo en África al comenzar el movimiento, narra su peripecia personal, con llaneza, sin literatura. El soldadico de Cazadores acabó de sargento provisional, pero deja un testimonio ejemplar de la España de entonces. Porque entonces, y ya desde las estridencias del «Avi», en el resto de España se desconfiaba de los catalanes. Ahora podrá decirse e incluso demostrarse que aquello fue injusto, pero fue una realidad impresionante que mejor que nadie pueden relatar los viajantes de comercio. ¿Separatismo de otro género? No lo sé. Irritación. Creo que a Cataluña no la entendió desde 1931 hasta que fue asesinado en 1936 más que un solo hombre español: José Antonio Primo de Rivera. Yo recomendaría la lectura de sus textos a todos los españoles, incluidos algunos frailes de Montserrat, del convento de Capuchinos de Sarria y el párroco de S..., que se negó a leerlos a pesar de que se los ofreció para una biblioteca popular un cierto Gobernador de Tarragona.
—No se moleste, señor Gobernador. No voy a tener tiempo.
—No se preocupe usted por eso, mosén, porque tampoco entra en mis costumbres echar margaritas a los cerdos.
Con lo cual quedaron cero a uno.
Sería curioso conocer a estas alturas, y me desentiendo ya del diálogo con mi amigo, al menos por el momento, el número de catalanes que combatieron en las raquíticas formaciones de la Esquerra o del Estat Cátala, y el de los que combatieron, a riesgo de pasar las líneas por el frente, por el Pirineo o por la ancha y vigilada zona marítima, en el Ejército Nacional. La verdad es que las urgencias de la guerra se prestaban poco a la estadística y más a la acción. Lo cierto es que no se conocen los números exactos, pero yo me apuesto doble contra sencillo a que fueron muchos más los catalanes que tomaron las armas por España que los que las tomaron por el virreinato soviético o por la independencia de Cataluña. Parece ser que Azaña también pensaba algo semejante. Y Prieto escribe, al hablar de grandes deserciones: «En San Sebastián hay muchos alemanes y millares de catalanes (asegura que cuarenta mil) que estaban emigrados y han vuelto a España por Irán.» Indudablemente, su informador, un pasado, exageraba en el número de alemanes y catalanes emigrados. Ni un emigrado; bueno, alguno que otro. Los demás habían huido de la zona roja. De las columnas catalanas que salieron hacia Zaragoza, cubriendo desde el Pirineo a las proximidades de Teruel —no Teruel mismo—, la mayor parte eran anarcosindicalistas, gentes de las que se podrá decir lo que se quiera, menos que eran separatistas, y en múltiples ocasiones ni siquera catalanes. Durruti, su José Antonio, era leonés.
En Cataluña hubo partidas que mantuvieron la bandera nacional en medio del territorio que nominalmente dominaba el pobre señor Companys, ante cuya muerte hay que descubrirse porque la afrontó como un hombre. En Cataluña, el señor Guardia Fort, campesino gerundense, respondió a los milicianos que le preguntaban:
—¿Cómo es que tienes cinco hijos luchando en las filas de Franco?
A lo cual el hombre contestó cartesianamente —no en vano Cataluña es vecina de Francia—: «Es que només en tinc cinc...!»
Lo cual quiere decir, para el que no haya cursado catalán, que el señor Guardia Fort se explicó clara y lógicamente: «¡Es que sólo tengo cinco...!-»
El «Virolai» sonaba impresionante en las noches de guerra, lo mismo en Villarcayo, que en Aragón, que, luego, en las lindes catalanas. Los roquetes del Tercio de Montserrat y de las Centurias catalanas lo encendían como una gran hoguera nocturna que cada día los acercaba más a su tierra. Había catalanes en el Tercio, en los Tabores, en las Unidades regulares y en las silenciosas maniobras del espionaje. Sufrieron como todos, pero con más refinamiento, el tormento de las chekas, como la de Vallmajor, pongo por ejemplo, y quien quiera saber que acuda a los textos del catalanísimo Félix Ros.
Pues bien, este libro que me honro en presentar —sin que al tema ni al autor le hagan la menor falta los malos «mengues» que puedo acarrearles— trata de la desbandada catalana, pero no derrota, sino desbandada hacia el camino de la victoria y de la verdadera bandera española que tiene su origen en las barras catalanas. Primero sus azares personales; más tarde sus encuentros en zona nacional, donde se da de manos a boca con sus paisanos por doquiera que pisa.
(Perdón. Un inciso absolutamente innecesario, pero para mí emocionante. El primer doctor que me trató seriamente cuando me moría a chorros en el Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, sacramentado y todo, se inventó la mejor fórmula para que yo no cascase en la señalada fecha del Viernes Santo de 1938: vino al Hospital exclusivamente para verme. Sería hacia las once o doce de la noche. El horario me importaba ya muy poco porque estaba más con Dios, que con mi familia, algunos amigos y mi asistente. Entró sonriente, fumando su eterno puro. Parece ser que yo le caía bien, aparte de por ser su enfermo, porque me parecía a un hijo suyo muerto en campaña de alférez provisional, que era mi grado. Se acercó y me dijo suavemente: «Te traigo una receta fenomenal. Esta tarde se ha llegado al Mediterráneo por Vinaroz.» En la madrugada del Sábado Santo, con todas mis disposiciones hechas, que eran de recuerdos personales, la puta muerte se alejó de mí, y aunque se empeñó en llevarme a una esquina dos o tres veces más, no se salió con la suya, porque yo ante la muerte soy muy casto. Me la conozco bien. Aquel doctor era catalán. Se llamaba doctor Taxonera. Nunca lo he olvidado. Para mí fue tan importante como el inventor de los antibióticos.)
Bueno, vuelvo a la historia. El autor de este libro es uno de tantos catalanes que se pasaron a zona nacional. Lo hizo por Andorra corriendo riesgos que el atento lector verá y que yo no pienso adelantar porque no soy como esos críticos de cine que avanzan el argumento de la película y le pisan el pasodoble al ingenio del guionista y al posible espectador. Me lo callo todo. Su nombre es Magín Vinielles, nacido en Butsenit de Mongay, Lérida. Fue pasado, combatiente raso, alférez provisional, y hoy es Caballero Mutilado con la graduación de Teniente coronel de Infantería. Es falangista viejo y católico activo en aquellas Juventudes de antes de la guerra. Es muchas más cosas, y además importantes, en el mundo del crecimiento español. Pero esto ahora no cuenta. Lo que importa es que entregó su vida entera, los mejores años de su vida, a hacer posible una serie de realidades positivas que no me impiden negar la existencia de otras algo más negativas. Los Estados, como los hombres, nunca son perfectos. Pero sus hombres, de cara a la muerte, sí que pueden acercarse a la perfección.
Y nada más: el que haya leído este prólogo, que siga adelante. Al que no lo haya leído —sobre todo si es critico exquisitamente intelectual— le felicito en nombre del autor, a quien hago daño, y en el mío propio, porque hace mucho tiempo que sus opiniones acostumbro a pasármelas por el mismísimo arco de triunfo.
Otra cosa: como buen nacional, como buen español, Magín Vinielles respeta y admira el valor del enemigo. Vieja costumbre nacional que casi nadie ha descubiertoen los autores nacionales, aunque eyaculen de satisfacción si, por casualidad, la descubren en un testimonio rojo: ¡y sobre todo ciertos críticos!

Madrid, Santiago 71

RAFAEL GARCÍA SERRANO

martes, 24 de julio de 2007

Rescatado del anaquel. "Los años únicos", de Carmen Díaz Garrido



Es este libro, Los años únicos, una pequeña joya publicada por Prensa Española en 1973, una obra interesante por muchas razones.

La primera, por el interés de lo que cuenta: las andanzas de una niña en el Madrid de la guerra. O cómo se ve, con doce años, el terror rojo y el miedo a que los milicianos den un paseo demasiado largo a tus familiares... o a ti mismo(a). Una especie de diario de Ana Frank, pero con final feliz, vaya.

La segunda por constituir un documento histórico de primer orden: a pesar de que se cuenta como novela, la carga autobiográfica de la autora, periodista consumada, Carmen Díaz Garrido, es enorme.

Y la tercera la que nos lo trae esta semana especial aquí: se trata de un libro cuyo prólogo lo escribe el maestro Rafael García Serrano.

Estas páginas, difíciles, cuando no imposibles de encontrar, perdonenme los amos del calabozo intelectual, las reproducimos a continuación.

Disfrutenlas.

PRÓLOGO

Una novela que me impresionó en mi adolescencia se titulaba «Los que teníamos doce años» y su autor era un tal Ernesto Glaeser, al que supongo totalmente olvidado por todo el mundo menos por la especie de chiflados a que pertenezco. Estaba editada -¡cómo no!- por la Editorial Cenit, mucho mas eficaz que su sustituta, el Ruedo Ibérico, y con el particular gusto que siempre han sentido los editores y los distribuidores cinematográficos españoles por cambiar el titulo de la novela o la producción que les cae en mano; el título español, claro, no correspondía al alemán. Debo declarar, sin embargo, que en esta ocasión los tipos de la Cenit acertaron.
«Los que teníamos doce años» apareció al amparo de la novela del judío alemán Ernesto Maria Remarque cuyo apellido era otro, y si no alcanzó la misma difusión y fama no sé por qué seria. El uno describía el frente; el otro, la retaguardia. Los dos con el mismo ánimo desolado por el horror y la derrota, que se va viendo lúcidamente. En ambos casos siempre me he preguntado, desde el mismo momento en que entré en contacto con ellos, qué tipo de novela hubieran escrito Remarque y Glaeser de haber triunfado Alemania. Uno tiene perfecto derecho a plantearse esta cuestión.
La novela, mejor dicho, las memorias, que ahora tengo el honor de presentar, sin que mi infeliz padrinazgo no signifique otra cosa que una deferencia de la autora, María del Carmen Díaz Garrido, con uno de esa especie de «los viejos chalados con sus viejos cacharros», que es lo que teníamos a ser en la España de hoy la generación de 1936, tanto la que estuvo bajo la bandera le la revolución nacional como la que estuvo -sindicalista aparte- bajo los virreyes de Stalin.
La novela de Maria del Carmen Díaz Garrido comienza con estas palabras: «Me llamo Pilar aunque todos me llamen Pituca. Tengo doce años y voy a escribir un diario porque tengo muchísimas cosas que apuntar. Estamos en guerra. Y nosotros, dentro de una ciudad sitiada».
Esta ciudad es Madrid. María del Carmen Díaz Garrido hubiera podido titular su relato «Las que teníamos doce años», pero hubiese sido equivocado, porque una chiquilla de doce años en el Madrid rojo, aunque fuese roja, que no es el caso de la autora, tuvo que sufrir mucho más que aquellos zánganos de Glaeser, con la retaguardia alejada de los frentes y sin que su Patria sufriese, aparte del dolor apabullante de una guerra fuera de sus fronteras, más que ciertas restricciones alimenticias muy al final de la contienda.
Pero en el relato de Pituca, o Pilar, o María del Carmen Díaz Garrido, la guerra está no sólo en los frentes, sino en la retaguardia - y no sólo por el poderío que a esas alturas había alcanzado ya el arma aérea, o por la proximidad tenaz de las líneas de ataque a Madrid, sino porque está dentro de la misma ciudad, calle por calle, barrio por barrio, casa por casa, familia por familia.
Conozco perfectamente la gestación de este relato y sé que en él hay muchos sucesos recogidos del ambiente general, pero no deja de traslucirse, como es natural en una primera novela, una cantidad de autobiografía que cada lector puede valorar según su particular criterio.
Se ha escrito mucho sobre Madrid en la guerra Desde el «Diario» de Koltsov a las crónicas de Hemingway o Knoblaugh, tan distintas. La novela de Hemingway, e incluso su comedia «Quinta Columna», contribuyen mucho a esclarecer la preponderancia soviética en la capital de España. A vuela máquina me vienen los nombres, diversísimos en su significado político, de Ángel Ruiz Ayúcar, Clemente Cimorra, Jacinto Miquelarena, Clara Campoamor, Francisco Camba, Tomás Borras -con varios testimonios y novelas de verdadera excepción-, Edgar Neville, Aqustín de Foxá, Falcón, Barreiro, Max Aub, Barea -don Juan Tenorio Barea-, Ángel María de Lera, el propio Líster, siquiera sea un tanto lateralmente; igual que la Pasionaria, Javier Martín Artajo y un sinfín de testimonios escritos con urgencia en el mismo momento de la liberación. Gironella, Hidalgo de Cisneros, Enrique Castro, Jesús Hernández y la intemerata. Si consultase mi fichero saldrían autores a porrillo. Si consultase la fenomenal «Bibliografía de la Guerra de España», de Ricardo de la Cierva, iba a necesitar centenares de folios. Y no es cosa de abusar del pobre lector, que bastante sufre con aguantarse este prólogo si es que no tiene el buen gusto de saltárselo a la garrocha-, antes de entrar en las peripecias de una muchacha nacional de doce años de edad que vive todo el tiempo de la guerra en Madrid.
Podría ahora referirme a algunas agudísimas observaciones contenidas en este relato, observar cómo la inteligencia infantil y adolescente se afila ante el cerco de la desdicha, señalar incluso algún error cronológico, Que seguramente no lo es porque, naturalmente, Madrid no estaba en comunicación con Burgos por línea directa, y la censura roja era tan feroz que más de algún desdichado jefe, oficial o miliciano se adentró en pueblos ya liberados por las columnas del Sur -salud, hombres de Yagüe, de Asensio, de Barrón, Los tres mosqueteros, y de Varela- por creer en sus propios periódicos y radios.
Esta es la historia de una familia en su propia isla íntima en medio del «mar rojo», que hubiese dicho Fernández Flórez.
Es la historia de una familia con disensiones políticas, que pertenecen más a la observación de la autora en su contorno amistoso que a la pura realidad, pero que no deja por eso de ser absoluta, pura, inmaculada realidad.
El estilo es fresco, ingenuo y valeroso, porque el diario responde, de manera fiel, a los apuntes tomados entonces, sin retoque literario posterior. En todo ello radica la virtud testimonial creo que inédita en los muchos autores que han tocado el terna del Madrid rojo de las páginas que siguen, con sus desganas, sus ilusiones, sus alegrías, sus tristezas y los naturales fallos en materia militar que, seguramente, proceden de la fe en la victoria y de negarse a reconocer la menor iniciativa enemiga. Por ejemplo, no hay alusión ninguna a la batalla del Ebro.
En aquella chiquilla de doce años, que hoy es esposa feliz y madre de familia numerosa, se adivina una escritora. Ya lo es y Yo la animo a seguir antes de que se pierda, como muchos de nosotros, en el mar bravo, querido y agotador del periodismo.
Y ahora, amigo, si has llegado hasta aquí, pasa y lee.

Rafael GARCÍA SERRANO