miércoles, 25 de julio de 2007

Rescatado del anaquel: "La sexta columna", de Magín Vinielles Trepat



En estos tiempos de la tan manida memoria histórica, fabuloso oximoron con que el gobierno nos castiga, resulta gratificante encontrarse con La sexta columna. Y es que estas memorias de un combatiente leridano publicadas por Acervo en 1971 (¡y que necesitan de una reedición urgente!), prologadas por Rafael García Serrano magistralmente (motivo que trae de visita el texto a estas páginas, y que se certifica con la reproducción aquí del prólogo), son un impresionante testimonio no solo de combate, sino del exodo que una gran masa de catalanes tuvo que padecer, a través de los Pirineos, en búsca de la España nacional.

Magín Vinielles Trepat, caballero mutilado, mantiene incólume su insobornable fidelidad falangista. Y lo hace evitando en todo momento dejar aflorar rencor alguno. Así, cuando habla de los caidos en zona nacional combatiendo por la unidad (¡presentes!), afirma: "Y lo mismo cabe decir de los que lucharon y murieron en el otro bando buscando una España mejor". No hay enseñamiento con nadie, no hay odio. Tal y como ahora estamos acostumbrados a encontrar los textos sobre la guerra civil ¿verdad?.

Hagamos votos para que Acervo, editorial que destaca por no olvidar su magnífico fondo editorial, vuelva a mandar a las planchas esta maravilla, pues se trata de un texto realmente difícil de localizar. Para muestra, les confesaré mi botón: el ejemplar que poseo procede de la que fue la biblioteca particular de Raimundo Fernandez Cuesta. Se trata del ejemplar de cortesía que el autor le remitió dedicado, lo que dota a mi volumen de una doble carga histórica que lo convierte en uno de los niños mimados de mis anaqueles, en un placer. Un placer que me gustaría compartir.

Les dejo con la presentación del maestro Rafael García Serrano. Que ustedes la disfruten.

PRÓLOGO

Le he dejado leer a un amigo el original de este libro que humildemente prologo. Se lo ha leído atentamente y le ha gustado.
—¿Y a ti? —me ha dicho.
—Nunca me gustan los libros que voy a prologar porque creo que los esterilizo. Mi nombre es tabú precisamente en las zonas que son capaces de hacer de un libro un «best-seller» o un libro corriente y moliente. Me resisto a prologar libros como a apadrinar niños. Creo que ambas cosas se parecen y me pesa en los hombros, incluso físicamente, la responsabilidad.
—Eso no es una respuesta. ¿Te gusta el libro o no? —ha repreguntado mi amigo, que como es terco e insistente es, naturalmente, hombre político.
—Pues sí, me gusta. Y me gusta por el tema y por el título y por el tratamiento llano y sencillo que el autor da a su historia, que es la historia de muchos catalanes en la guerra de España. Tú sabes que, a partir de hoy «La sexta columna» tiene dos significados diferentes.—¿Ah, sí? —me comentó un tanto escépticamente mientras con mucha más energía y fe se servía del «whisky» que mi mujer nos había colocado a mano, eso sí, recomendando a mi amigo que yo no me sirviese más que un dedito.
—Sí. Lo de la quinta columna, frase inventada por Mola y que se ha incorporado como liberal, pronunciamiento y guerrilla a todos los idiomas civilizados y a bastantes sin civilizar, tiene su aumentativo en lo de sexta columna, cuando después que el ya fallecido coronel Casado y el fallecido y ejemplar profesor Besteiro, descubrieron la invasión comunista treinta y tres meses después que la mitad de España. Fue entonces cuando se suspendió en Madrid, todavía rojo y dividido, la publicación de varios periódicos, entre ellos Mundo Obrero, y se dieron órdenes para que en adelante nadie osase meterse con la quinta columna ni siquiera desde el comedor de algún embajador bermello, donde dormían sus heroísmos editoriales algunos periodistas. Mije, diputado comunista y me parece que también miembro de su Comité Central, se subió a la parra pidiendo explicaciones y amenazando con rayos y truenos. El representante de Casado se limitó a contestarle:
——Desde este momento se han terminado las campañas contra la quinta columna. En lo sucesivo hay que obrar contra la sexta columna, que son ustedes, los comunistas.
Mi amigo se me quedó mirando.
—Bueno, eso es erudición de baratillo...
—Ni siquiera eso. Es el pequeño recuerdo de un periodista que ha leído cuantos libros ha podido sobre la guerra de España y que, a pesar de su mala memoria, recuerda de vez en cuando algo.
Le señalé una de las estanterías de mi modesto estudio:
—Mira, ahí tienes mil libros sobre el tema, salvo los que me vais pidiendo mis amigos y luego se os olvida devolver. Ahí falta un libro esencial para este prólogo. Los catalanes en la guerra de España, de José María Fontana, que presté a no sé quién, con unos márgenes llenos de notas, relaciones con otras obras e ideas personales que representaban cinco años de trabajo y muchas lecturas. El libro no ha vuelto. Como no soy ningún erudito puedo decir que para mí este libro perdido es el primero que me dio una verdadera dimensión de la Cataluña nacional en los momentos trágicos que van desde 1936 a 1939. Allí se señalan largas listas de evadidos, muchos de ellos muertos en la aventura de pasar a las filas de nuestro Ejército, y de otros muchos que se dedicaron al negocio de la guerra poniendo de capital, su sangre o su vida, y otros, más viejos, que inventaron el «crédito facial» para ir instalando industrias de todo género en la zona liberada, y otros que se dedicaron, con varia fortuna, a la política. Ese libro me haría falta hoy.
Me levanté, me acerqué a un estante y tomé otro volumen:
—Si Fontana contaba con humor y pasión mediterránea la odisea del catalán pasado a zona nacional, por todos los sistemas, este otro, de José Llordés, un soldadico que estaba sirviendo en África al comenzar el movimiento, narra su peripecia personal, con llaneza, sin literatura. El soldadico de Cazadores acabó de sargento provisional, pero deja un testimonio ejemplar de la España de entonces. Porque entonces, y ya desde las estridencias del «Avi», en el resto de España se desconfiaba de los catalanes. Ahora podrá decirse e incluso demostrarse que aquello fue injusto, pero fue una realidad impresionante que mejor que nadie pueden relatar los viajantes de comercio. ¿Separatismo de otro género? No lo sé. Irritación. Creo que a Cataluña no la entendió desde 1931 hasta que fue asesinado en 1936 más que un solo hombre español: José Antonio Primo de Rivera. Yo recomendaría la lectura de sus textos a todos los españoles, incluidos algunos frailes de Montserrat, del convento de Capuchinos de Sarria y el párroco de S..., que se negó a leerlos a pesar de que se los ofreció para una biblioteca popular un cierto Gobernador de Tarragona.
—No se moleste, señor Gobernador. No voy a tener tiempo.
—No se preocupe usted por eso, mosén, porque tampoco entra en mis costumbres echar margaritas a los cerdos.
Con lo cual quedaron cero a uno.
Sería curioso conocer a estas alturas, y me desentiendo ya del diálogo con mi amigo, al menos por el momento, el número de catalanes que combatieron en las raquíticas formaciones de la Esquerra o del Estat Cátala, y el de los que combatieron, a riesgo de pasar las líneas por el frente, por el Pirineo o por la ancha y vigilada zona marítima, en el Ejército Nacional. La verdad es que las urgencias de la guerra se prestaban poco a la estadística y más a la acción. Lo cierto es que no se conocen los números exactos, pero yo me apuesto doble contra sencillo a que fueron muchos más los catalanes que tomaron las armas por España que los que las tomaron por el virreinato soviético o por la independencia de Cataluña. Parece ser que Azaña también pensaba algo semejante. Y Prieto escribe, al hablar de grandes deserciones: «En San Sebastián hay muchos alemanes y millares de catalanes (asegura que cuarenta mil) que estaban emigrados y han vuelto a España por Irán.» Indudablemente, su informador, un pasado, exageraba en el número de alemanes y catalanes emigrados. Ni un emigrado; bueno, alguno que otro. Los demás habían huido de la zona roja. De las columnas catalanas que salieron hacia Zaragoza, cubriendo desde el Pirineo a las proximidades de Teruel —no Teruel mismo—, la mayor parte eran anarcosindicalistas, gentes de las que se podrá decir lo que se quiera, menos que eran separatistas, y en múltiples ocasiones ni siquera catalanes. Durruti, su José Antonio, era leonés.
En Cataluña hubo partidas que mantuvieron la bandera nacional en medio del territorio que nominalmente dominaba el pobre señor Companys, ante cuya muerte hay que descubrirse porque la afrontó como un hombre. En Cataluña, el señor Guardia Fort, campesino gerundense, respondió a los milicianos que le preguntaban:
—¿Cómo es que tienes cinco hijos luchando en las filas de Franco?
A lo cual el hombre contestó cartesianamente —no en vano Cataluña es vecina de Francia—: «Es que només en tinc cinc...!»
Lo cual quiere decir, para el que no haya cursado catalán, que el señor Guardia Fort se explicó clara y lógicamente: «¡Es que sólo tengo cinco...!-»
El «Virolai» sonaba impresionante en las noches de guerra, lo mismo en Villarcayo, que en Aragón, que, luego, en las lindes catalanas. Los roquetes del Tercio de Montserrat y de las Centurias catalanas lo encendían como una gran hoguera nocturna que cada día los acercaba más a su tierra. Había catalanes en el Tercio, en los Tabores, en las Unidades regulares y en las silenciosas maniobras del espionaje. Sufrieron como todos, pero con más refinamiento, el tormento de las chekas, como la de Vallmajor, pongo por ejemplo, y quien quiera saber que acuda a los textos del catalanísimo Félix Ros.
Pues bien, este libro que me honro en presentar —sin que al tema ni al autor le hagan la menor falta los malos «mengues» que puedo acarrearles— trata de la desbandada catalana, pero no derrota, sino desbandada hacia el camino de la victoria y de la verdadera bandera española que tiene su origen en las barras catalanas. Primero sus azares personales; más tarde sus encuentros en zona nacional, donde se da de manos a boca con sus paisanos por doquiera que pisa.
(Perdón. Un inciso absolutamente innecesario, pero para mí emocionante. El primer doctor que me trató seriamente cuando me moría a chorros en el Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, sacramentado y todo, se inventó la mejor fórmula para que yo no cascase en la señalada fecha del Viernes Santo de 1938: vino al Hospital exclusivamente para verme. Sería hacia las once o doce de la noche. El horario me importaba ya muy poco porque estaba más con Dios, que con mi familia, algunos amigos y mi asistente. Entró sonriente, fumando su eterno puro. Parece ser que yo le caía bien, aparte de por ser su enfermo, porque me parecía a un hijo suyo muerto en campaña de alférez provisional, que era mi grado. Se acercó y me dijo suavemente: «Te traigo una receta fenomenal. Esta tarde se ha llegado al Mediterráneo por Vinaroz.» En la madrugada del Sábado Santo, con todas mis disposiciones hechas, que eran de recuerdos personales, la puta muerte se alejó de mí, y aunque se empeñó en llevarme a una esquina dos o tres veces más, no se salió con la suya, porque yo ante la muerte soy muy casto. Me la conozco bien. Aquel doctor era catalán. Se llamaba doctor Taxonera. Nunca lo he olvidado. Para mí fue tan importante como el inventor de los antibióticos.)
Bueno, vuelvo a la historia. El autor de este libro es uno de tantos catalanes que se pasaron a zona nacional. Lo hizo por Andorra corriendo riesgos que el atento lector verá y que yo no pienso adelantar porque no soy como esos críticos de cine que avanzan el argumento de la película y le pisan el pasodoble al ingenio del guionista y al posible espectador. Me lo callo todo. Su nombre es Magín Vinielles, nacido en Butsenit de Mongay, Lérida. Fue pasado, combatiente raso, alférez provisional, y hoy es Caballero Mutilado con la graduación de Teniente coronel de Infantería. Es falangista viejo y católico activo en aquellas Juventudes de antes de la guerra. Es muchas más cosas, y además importantes, en el mundo del crecimiento español. Pero esto ahora no cuenta. Lo que importa es que entregó su vida entera, los mejores años de su vida, a hacer posible una serie de realidades positivas que no me impiden negar la existencia de otras algo más negativas. Los Estados, como los hombres, nunca son perfectos. Pero sus hombres, de cara a la muerte, sí que pueden acercarse a la perfección.
Y nada más: el que haya leído este prólogo, que siga adelante. Al que no lo haya leído —sobre todo si es critico exquisitamente intelectual— le felicito en nombre del autor, a quien hago daño, y en el mío propio, porque hace mucho tiempo que sus opiniones acostumbro a pasármelas por el mismísimo arco de triunfo.
Otra cosa: como buen nacional, como buen español, Magín Vinielles respeta y admira el valor del enemigo. Vieja costumbre nacional que casi nadie ha descubiertoen los autores nacionales, aunque eyaculen de satisfacción si, por casualidad, la descubren en un testimonio rojo: ¡y sobre todo ciertos críticos!

Madrid, Santiago 71

RAFAEL GARCÍA SERRANO

3 comentarios:

Unknown dijo...

¿Memoria histórica oxímoron? ¿No será más bien un pleonasmo?

Al leer el prólogo del magnífico escritor Rafael García Serrano, me viene a la cabeza el título de uno de sus libros: "Retrato al minuto de un cabrón contemporáneo"

¡Qué grande!

Saludos

29octubre dijo...

Oxímoron. El oxímoron consiste en armonizar dos conceptos opuestos en una sola expresión. La historia siempre es objetiva, la memoria siempre es subjetiva. De ahí la idea.

Unknown dijo...

Efectivamente, visto desde ese punto de vista, se trata de un oxímoron. Ahora bien, esa misma expresión puede ser también un pleonasmo, ya que la memoria se refiere a hechos pasados, es decir, a historia. La diferencia está, como tú señalas, en el distinto enfoque que tiene una y otra.

Saludos