Con este libro coral, Historias del 36, donde se mezclan las plumas de Max Aub, Luis Romero (antiguo guripa, por si las dudas), Ignacio Adecoa y Fernandez de la Reguera junto con otras como la de nuestro destacadísimo Rafael García Serrano, cerramos la semana a éste autor dedicada.
Se trata de un libro diverso, donde cada autor responde únicamente de sus propias páginas. Y nosotros, dado que es un título de dudosa reedición e inencontrable, nos permitimos, como todo comentario, reproducir las magistrales páginas de Rafael García Serrano.
Un consejo: no las lean en pantalla. Imprimanlas y llévenselas para leerlas tumbados bajo de un pino.
En el monte, saben mejor.
EL CATALÁN
A José María Fontana, que escribió aquella maravilla: Los catalanes en la Guerra de España, libro al que pertenecen estas hermosas palabras: «Aquí y allá recogí noticias de otros (catalanes) sobre quienes no quedaba más que el "¿te acuerdas de aquel catalán que salió con nosotros y murió en...?"».
Además de otros varios retratos en la cartera, el cabo Matías llevaba en la mochila uno de su mujer vestida de payesa, otro de su hijo, otro de su mujer y de su hijo —el pequeño con barretina—, otro de su mujer, su hijo y él mismo, y también uno que solía llamar el «blanco y negro» en el que su mujer y él aparecían con los solemnes atavíos de la boda. Cada vez que el cabo Matías ordenaba su mochila salía a relucir toda la serie de los retratos, conmovedoramente envejecidos por tanto tiempo de difícil almacenaje, y entonces Vicente comentaba:
—Vean, señores, vean y pasen al Salón de Otoño...
Vicente era madrileño, vivalavirgen y cínico.
El cabo extraía a su mujer de las profundidades de la mochila, la obligaba a nacer fotográficamente de la espuma de los calcetines, la sacaba de entre el vario almacén que a lo sumo contenía un par de calzoncillos, una camisa de repuesto, dos latas de sardinas de socorro, el arpillado paquete de cura individual y un gigantesco puro andorrano que él picaba para cigarrillos; y su hijo venía hasta él rompiendo barreras de hilos, la reserva de botones, un carretito de alambre delgado para remiendos en la guerrera y el capote manta, una cajita de agujas; y él mismo, el jovencillo que había sido, aquel recién casado con cara de feliz bobaina, salía a la chabola deslizándose entre dos libras de chocolate que compró en un bacalito cercano al frente.
La mochila, después de todo, es una pequeña casa, es la casa de los caracoles que hacen la guerra, y a través de la mochila Matías se notaba milagrosamente cercano a los suyos cada vez que por necesidad o por nostalgia hundía sus manos en aquel hogar ambulante, en aquel cuarto trastero sin pies ni cabeza, pero cuya más escondida entraña respondía como una voz lejana y nocturna del hogar que Matías perdiera al comenzar la guerra. No le molestaba el macuto. Incluso le complacía. Pero la mochila tenía algo de caparazón de tortuga, algo defensivo que él gratificaba cordialmente cuando sobre sus espaldas volaba la aviación enemiga, llamada la Gloriosa.
Matías era, como tantos, un hombre pacífico, poco propicio a meterse en jarana de cualquier género, y su niñez, su adolescencia, su noviazgo juvenil, su matrimonio, su vida entera, habíanse acomodado a una dulce mediocridad cuyo máximo lujo consistía en no reconocer conflicto alguno. Cuando la pasión política arrasó todos los hogares españoles, Matías continuaba pensando que la política era tan sucia y tan mala como una de esas oscuras juergas flamencas a las que tanto se aludía en las comedias de costumbres y en las conversaciones de ciertos amigos suyos, conciudadanos o de Andorra, a] regreso de Barcelona. Es más, si dos cosas resultaban realmente semejantes para la mentalidad de Matías, estas dos cosas eran la política y el jolgorio flamenco, porque para él los políticos y los señoritos de colmao desembocaban siempre en el mismo mar: la bronca. ¿Por qué sus amigos alegres y tempestuosos, de la Lliga o de la Esquerra, cuando iban de La Seo de Urgel a Barcelona liquidaban el relato de sus fines de semana con un borrascoso balance de bofetadas, botellazos, chulerías antológicas o con la manida, vaguísima e incisiva expresión que le soñaba a madrileña:
—Xiquet, la que liamos...
Ni la explosiva política de aquellos años ni el poderoso arrastre sentimental de los que tocaban a rebato con la tenora y el fiscorno, ni las grandes batallas fubtolísticas entre el «Barca» y el Español o entre el «Barca» y el Madrid conmovían el corazón de Matías tanto como un paseo por los misteriosos soportales de la calle Mayor de La Seo de Urgel o de la calle de Santa María, más que un diálogo con su mujer, más que el jugar con su hijo bajo la prieta sombra de los árboles del paseo de Tetuán, más que verlo saltar las acequias, más que escuchar la canción del agua sobre el rumor de las conversaciones, los pasos, los gritos de los niños. Iba de su familia a la ferretería o a la breve y casi simbólica hacienda campesina, y de allí a su casa con un pequeño alto en el casino. Recalaba por bien quedar; pero más hablaba de las yerbas que de las sesiones parlamentarias; más de llaves inglesas o de clavos o de sierras que de la cuestión social; concedía más importancia al agua del riego que al señor presidente del Consejo de Ministros, cuyo nombre cambiaba con tanta frecuencia que casi no le daba tiempo a aprendérselo, y a las escandalosas polémicas del chámelo, la malilla, la política, los toros, el parchís o la suerte del «Barca», prefería las escapadas por la carretera de Puigcerdá, con la sierra del Cadí tendida a su derecha como un perro indolente, grandón y viejo. Le encantaba buscar la altura de Castellciutat a favor de la suave pendiente de la carretera y derivar luego hacia las viejas fortalezas, hacia el trío de cerros militares que en otras épocas cerraba con candado los portillos de Andorra, el bravo Urgellet y la dulce Cerdaña.
Por los ilustres bastiones cubiertos de miseria, escombros, cardos y yedra piadosa, Matías se asomaba a los tejados montañeses de Castellciutat, al caserío tranquilo de la Seo —como un rebañito urbano que guardase el sólido pastor catedralicio— y luego giraba lentamente la mirada para revistar el circo pirenaico que encerraba prados, bosques, ricos regadíos, la ciudad y, finalmente, contemplaba cómo el Valira se fundía con el Segre y el río, acrecido, con cierto aire nupcial, marchaba hacia el sur bajo la mirada aguda de San Quirico. Escuchaba las voces de los crios que jugaban en las antiguas defensas, a veces algo temerosos de las tribus gitanas que solían acampar allí al fraterno socaire del fiemo. El también había jugado a las guerras, a justicias y ladrones, al tesoro y también había tenido miedo de la gitanería andante, sucia, leprosa y castízales.
A fuerza de vivir en su propio círculo familiar, hecho de amor, de trabajo, de renunciaciones, llegó a desentenderse de todo cuanto sucedía, o al menos a no dar excesiva importancia a ningún acontecimiento. La gravedad de cualquier suceso se le desvanecía en el puro comentario, en tracas verbales; el hecho de que las calles de España trepidasen con más frecuencia de lo deseable a causa de los pistoletazos, las descargas de fusilería, los paqueos y las bombas, no pasaba, a su juicio, de ser un mal tristemente endémico cuyo único antídoto era, por un lado la indiferencia; por el otro, el no colocarse ni en broma en la trayectoria de una de esas balas o en el radio de acción de la onda explosiva de una de esas bombas. Pensó después, cuando ya nada tenía remedio, que había caminado por la vida como un faquir indostánico, sin cesar de pisar brasas encendidas, pero sin enterarse de que las pisaba.
En julio de 1956 tuvo que salir de La Seo para Zaragoza. Se trataba de un mínimo asunto de su negocio, cuya solución, con una microscópica dosis de paciencia, hubiera podido hallarse en la vía epistolar. Matías, sin embargo, prefirió ponerse en viaje. Le gustaba hacer las cosas directamente, conocer a los hombres con quienes trabajaba, de un modo u otro, en su negocio.
Al salir de sus montañas, pasada la huerta leridana y la corta y densa umbría de Fraga se enfrentó a bordo del «Chrysler Imperial» de su amigo andorrano, que iba a Madrid por raros negocios de evasión de capitales, con la dramática soledad de los Monegros. Le pareció advertir que las dimensiones de cualquier conflicto posible se alterarían por fuerza bajo el peso de aquel cielo implacable y sobre la resequera indómita de tierra tan desamparada. Pero apenas si reparó en idea tan pesimista. La rechazó como a una imagen lasciva. Al llegar a Zaragoza y nada más despedirse del andorrano en la puerta del modesto hotel donde siempre paraba se enteró del asesinato de Calvo Sotelo, y aunque juzgase desde su familiar distanciamiento, desde su egoísmo sutil, que una muerte semejante no pasaba de ser uno de los tantos riesgos inherentes a la carrera del hombre público en España, no dejó de sorprenderle el hosco silencio que siguió al crimen. Tuvo ganas de tirar por la borda sus escrúpulos y volver a casa; pero él mismo se avergonzaba de su miedo y a la vez le parecía ridículo dar su brazo a torcer, concediendo, de golpe, importancia a un hecho criminal y detestable, pero que tampoco alteraba fundamentalmente el riguroso encadenamiento de crueldades que no podían llevar a ninguna parte y que por eso mismo se desvanecerían, a su juicio, en la nada. «Es lo de siempre, con letra más gorda, pero lo de siempre», pensó. Ni siquiera el inseguro estado de las carreteras, patrulladas por bandas de afiliados al Socorro Rojo, que pedían para Prestes y para otros tipos así, alteraron su pulso, porque pensaba que el bandolerismo, de una u otra forma, a mano armada o en la fórmula del estraperlo, era congénito en España y no había nada que hacer.
Las cornetas de aquel domingo de julio le atraparon en la cama. También él se echó a la calle, pero camino de la estación, a tomar cualquier tren que le acercase a Lérida o a cualquier ciudad catalana, que de allí a Seo ya se las compondría de cualquier modo. Su primer contacto con la irrenunciable realidad se estableció al enterarse de que los trenes ni salían ni llegaban. En general, las algaradas de que él tenía noticia se desvanecían en los andenes. Vigiló la estación con terca angustia, pero esta vez «pasaban cosas».
El primer tren que vio llegar venía desde Pamplona, era de composición muy simple y había hecho carne en un cañaveral de las inmediaciones de Zaragoza, antes de pasar el puente del Ebro. Los falangistas navarros que lo tripulaban se llevaron diez mil fusiles para los voluntarios de su provincia. El segundo tren que también llegó procedente de Pamplona desembarcó unos centenares de requetes, algunos de uniforme caqui, la mayor parte de paisano —con chalecos campesinos, manta casera y terciada y la camisa blanca de los días de postín— y todos, además, con la boina roja e incluso algunos con boina negra o blanca porque contaban que en Pamplona se había agotado la provisión de boinas rojas. La sangre catalana de Matías entendió bien el aviso de las boinas rojas. No se trataba de un alboroto por todo lo alto, ni de un movimiento libertario que liquidan la Guardia Civil y un batallón de Infantería, como ocurría con cierta frecuencia desde 1931, ni siquiera de una breve y contundente acción revolucionaria; era la guerra lo que nacía en la estación de Zaragoza: la guerra civil. Por cierto que los fusiles transportados a Pamplona por aquellas tres docenas de falangistas debían de haberse agotado de manera fulminante, porque los requetés del segundo convoy llegaron armados de garrotas, de canciones, de pellejos y botas de vino, de rosarios, de medallas y detentes y de alguna que otra pistola. Un sable vio. El sable era como un relámpago misterioso. Cantaban:
«Cálzame las alpargatas, dame la boina, dame el fusil...»
Matías brujuleó por todas partes. Los rumores crecían al amparo de los tiros urbanos y ni siquiera cesaron cuando en Zaragoza fue dominada la situación. ¿Sería verdad que Lérida y La Seo de Urgel se habían sublevado? ¿Sería cierto que las tropas de la Generalitad castigaron duramente a los rebeldes? ¿Qué pensarían Victoria y el chico? ¿Qué actitud adoptarían ante su inquietante separación? El no creía tener enemigos.
Primero escribió cartas a diario; al principio las echaba, pero un día le dijeron: «Es inútil, no pueden cursarse, no hay ninguna comunicación con Cataluña», y desde entonces las dejaba franqueadas sobre la mesilla, junto a la cama, y luego ni las franqueó, pero las siguió colocando junto a los retratos de su mujer y el pequeño Matías.
La doncella del piso le dijo;
—Parece la mesilla de un torero, toda llena de santicos...
Y Matías estimó justa la comparación porque cada mañana, antes de salir a la calle a lidiar el largo y penoso día, rezaba abundantemente ante sus dioses lares.
La doncella había dejado de serlo en 1925 por lo macho que le resultó un banderillero de Marcial Lalanda, oloroso a tagarnina, aguardiente y un poco a pies. Y conocía bien la fiesta nacional.
Después, Matías, dejó de escribir. Esto ocurrió cuando su provisión monetaria oyó el toque de agonía. Su ordenada mentalidad económica, su telúrico seny, le alzó el fantasma de la miseria y el de la necesidad de remediarla dignamente, pero se animó un poco viendo que el dueño del hotel se le reía en sus propias narices:
—Usted no se preocupe. En quince días hemos conquistado Cataluña y a finales de agosto usted me gira desde La Seo de Urgel, y aquí paz y después gloria.
Se combatía en torno a Zaragoza, a Huesca y a Teruel, pero ese ser imaginativo y fantástico que hay en todo catalán mucho antes del caballero Tirant lo Blanc aceptaba como buena la afirmación de su huésped.
Aragón conquistaba Cataluña. Navarra conquistaba Guipúzcoa y se volcaba en Somosierra. Sevilla conquistaba Huelva. Galicia conquistaba Asturias. Burgos conquistaba Santander. Valladolid conquistaba el Alto del León, balcón sobre Madrid. Marruecos conquistaba Andalucía. Vizcaya conquistaba Álava. Cataluña conquistaba Zaragoza, Huesca y Teruel. La Generalitad conquistaba Baleares. Málaga conquistaba Marruecos. Asturias conquistaba Oviedo y León. Cada provincia conquistaba algo y Matías era incapaz de descubrir una mínima coherencia en todas aquellas acciones que parecían fantásticas, pero que no lo eran, al menos en lo que a Zaragoza atañía, porque bastaba darse una vuelta por la ciudad para ver heridos, prisioneros, combatientes y cortejos mortuorios con honores de ordenanza. Los periódicos publicaban fotografías de muchachos muertos «por Dios y por España». Pero si cada provincia tenía su frente particular, el conjunto de todas las que quedaron por la rebelión apuntaba de un modo decidido hacia Madrid. A su vez, Madrid —siempre el odioso centralismo— conquistaba el Alcázar, la Sierra, Badajoz, Córdoba y Granada, un poco de Sevilla, a excepción del micrófono de don Gonzalo Queipo de Llano, Aranda de Duero, Burgos, Valladolid y casi Tafalla, porque para eso era tan importante.
Matías escuchaba a los voluntarios que se batían en la cercana Sierra de Alcubierre, a los que formaron la Bandera Móvil de la Falange, la de Lostaló y más tarde la Brigada Móvil del teniente coronel Galera, a los que zascandileaban a tiro limpio por todo el dramático frente aragonés y descansaban en las parideras y ermitas del paredón de los Monegros o en los pueblos cercanos de las proximidades de Zaragoza, y todos decían lo mismo: «Yo no me afeito la barba hasta que entremos en Madrid».
A finales de agosto, Matías estaba desesperado, convencido ya de que nunca volvería a ver a su mujer y a su hijo, y hasta el dueño del hotel se vio obligado a reconocer que por el momento Aragón no había conquistado aún a Cataluña, a consecuencia de lo cual era evidente que el giro de Matías habría de aplazarse hasta las Navidades. Este plazo de terminación de la guerra se lo había marcado un hijo suyo desde Alcubierre.
—Para Nochebuena en casa —vaticinó con aire de prudente y sabio pesimismo, pero se le notaba bien a las claras que él esperaba que todo ocurriese mucho antes. Para algo subían hacia Talavera Yagüe, Asensio y Barrón, a los que la gente comenzaba a llamar «los tres mosqueteros».
Porque «para Nochebuena en casa» era la frase de moda de los decididamente pesimistas, incluso, para algunos inquisidores, la frase de los derrotistas y aun de los tachados de rojos. Matías vivía dándose plazos a sí mismo, al exterior de sus propias convicciones, de su seny, quizá sumergido en una piel distinta. Muchas veces se sorprendía «no» pensando en los suyos, atento sólo a cuanto transcurría en torno, y al mismo tiempo los sucesos de la jornada anterior se le distanciaban astronómicamente, y si por un lado habían pasado siglos desde aquel domingo en que los trenes dejaron de circular, por el otro aún gustaba el calor de los besos de Victoria, el agrio y hermoso olor del amor, y en el pecho le sonreían los abrazos del pequeño Matías, y aquel encargo:
—Tráeme un juguete bonito, padre.
Entretanto Matías comenzó a oír del Alcázar de Toledo y de los cadetes de la Academia de Infantería. Siguió la marcha de las columnas gallegas; hizo alto frente a Buitrago con navarros, castellanos, riojanos y alaveses; le dolían los ríñones ante el agilísimo caminar de las Columnas del Sur y admiró el tozudo redaño de los aragoneses. Veía a Queipo asegurando Andalucía y asistía con el corazón acongojado por una extraña y rabiosa alegría que le llegaba desde los siglos a la liberación del Alcázar y a las nieblas de noviembre en el frente de Madrid, y antes a lo de Franco en Burgos y a los sustos que daba Oviedo. Imaginaba la guerra como un Monegro feroz que tragase sangre incesantemente. El sol de agosto le ardía en los ojos; el sol de agosto, que ni las primeras nieves apagaban, quemaba sus nostalgias como un seco chaparral, y sólo en la capilla de la Virgen —donde las bombas no estallaban y donde se vivía un constante milagro— encontraba frescura, paz y consuelo. Sólo allí conseguía recordar a Victoria y su hijo tal y como eran, tal y como los dejó en casa, tal y como los vio en el paseo de Tetuán, en las severas y mercantiles arquerías, entre las voces payesas que disputaban precios, aguas, contrabandos.
Para Nochebuena, en casa», repetía él como los demás. Escuchaba las nuevas canciones, los himnos, las músicas militares, los carrasclás. Veía a los flechas y a los pelayos, veía a los niños jugando a la guerra y veía morir soldados que eran casi niños. Le impresionó una copla:
«En la sierra de Alcubierre hay una fuente que mana sangre de los falangistas que murieron por España.»
Sangre de los falangistas, de los requetés, de los soldadicos, de los voluntarios; luego se cantaría también de los «sanjurjos», de los legionarios o de los regulares, y seguramente que los del otro lado también cantarían su sangre derramada, absorbida por los atroces Monegros de la batalla, y en los mismos y en distintos lugares, lo mismo de secano que de regadío, igual de bosque y montaña que de colinas onduladas de olivares, de páramos o de mesetas. Sangre por todas partes, sangre que parecía alcanzar el nivel de su mesilla de noche y ahogar los iconos familiares. La jota era como una bandera y hablaba de guerra y de vino, de amor y de guerra, de muchachas y de la Virgen del Pilar, y de putas y de cabrones y de guerra, de guerra, de guerra. Había coplas desvergonzadas, coplas tremendas, de un celtiberismo morrocotudo, en las que se llamaba zorra a la Pasionaria, pederasta a Azaña y ladrón a Prieto. Pero estas palabras no daban el verdadero encono del epíteto, porque en las voces homéricas la Pasionaria era como una reina negra y salida; Azaña, el rey de la banda de la pana, y Prieto, el emperador de los violadores de tumbas y de cajas de caudales. Por supuesto que en el otro lado dirían lo mismo, con apellidos distintos. Le empavorecía a Matías tan furiosa resurrección de Mingo Revulgo y cuando alguna noche escuchaba la escandalosa generala de los camiones de la Móvil —que se iban a taponar una brecha en cualquier parte— y oía las canciones de los soldados que entrarían en fuego al amanecer, todo le parecía tan absurdo, tan de pesadilla, que recitaba mecánicamente la tabla de multiplicar tanto por meter su pensamiento en redil matemático como para convencerse de que todo aquello era cierto, positivamente cierto, cierto de arriba abajo.
«Para Navidad, en casa», pensó Matías —¿hace cuántos años?— ante el júbilo de los que se manifestaban entusiasmados por la liberación de San Sebastián. «Para Navidad, en casa», repitió unos días después cuando las Columnas del Sur, al mando de Várela, hicieron pedazos la resistencia roja en torno a Toledo y treparon hasta la cumbre luminosa del Alcázar. Para entonces Matías estaba muy acostumbrado a la guerra, muy hecho a aquella situación anormal que comenzara con unos insólitos clarinazos y una insólita trompetería, con vuelos de propaganda de los aviones propios hasta tornar electoral el cielo de Zaragoza, que continúa por los hoscos e invariables caminos de la huelga general y que en pocos días entró en la fase de lo que ya se llamaba campaña. Mientras hubo paternales octavillas y miríficos bandos de guerra y obreros huelguistas, Matías creyó, incluso a pesar de sus observaciones en la estación, que en España no pasaba nada y, por tanto, se impacientaba mucho al pensar en su retorno a La Seo de Urgel. Cuando las campanas del Pilar tocaron a guerra Matías se tranquilizó súbitamente porque un antiguo sedimento militar que suele acompañar a los españoles le aconsejaba paciencia: la guerra es cosa seria, fea, nada apetitosa; pero cuando toca, de nada vale desesperarse. Trató, pues, de organizar su vida y por el momento se conformó con ayudar al dueño del hotel a llevar la correspondencia y la contabilidad.
Una tarde de finales de noviembre, encapotada como un voluntario, ya con mucho frío en los soportales del paseo de la Independencia y con el andén central batido por el Moncayo como por la artillería y con antecedentes de bruma espesa en las orillas del río, entró a tomarse un café en uno de los bares cercanos a Salduba. Los soportales guarnecían un melancólico otoño del mismo modo que las constantes incitaciones a la violencia levantaban tempestades en su antigua alma pacífica. Había en el bar cuatro estudiantes heridos que hablaban de la guerra con la fanfarrona generosidad de los mozos. Eran de la Móvil, o al menos esto se desprendía de sus palabras, que evocaban la vasta y sangrienta frontera de Aragón. Sonaban los nombres de Albarracín y Zuera, Quinto y Belchite, Almudévar y Celadas, Teruel y el cementerio de Huesca, la ermita de San Jorge y Vivel del Río, y a Matías aquella letanía le sabía como un destemplado y monótono redoble cuya traducción fuese: «Aragón tiene cerrado el camino de La Seo de Urgel y Cataluña, el de Zaragoza; a uno iguales».
Matías, escuchando a los cuatro muchachos, administraba cuidadosamente su cafelito. Hablaban con grandes risas, soltaban palabrotas a chorro, quizá porque leyeron «Sin novedad en el frente» durante sus cursos universitarios o puede que antes, o porque consideraban a la guerra como un mulo soberbio, tozudo, de mala sangre, sobre cuyos lomos bueno era descargar varazos dialécticos. Le atizaban también entreorejas con una picante dinamita verbal.
—Les dejé junto al cabezo, casi con el agua al cuello, como siempre. A mí me arrearon al mediodía y eso que sólo asomé lo indispensable. Pero en cuanto me vieron la punta del cuerno, zas. No sé quién les habrá enseñado a esos piojosos cabrones del «chino» a manejar la artillería, pero conmigo se lucieron...
—¿Por dónde andaban los de la primera centuria?
—¡Y yo qué sé! ¿Acaso me ha hecho Dios el guardián de la primera centuria?... Me figuro que no muy lejos, pero no se veía • w. a jurar. Ardió todo el monte bajo y allí se achicharraba Dios.
—Hala —comentó un escéptico—, ya tenemos otra loma quemada para coplas. ¿Y cuántas van?
—¿Pero no oíste a ninguno por dónde andaba la primera, so mamón?
—¿Oír? Ya lo creo, lo menos a quince; pero en el puesto de evacuación y la mayor parte no abrían la boca más que para soltar ayes y cagarse en todo lo cagable. Fue lo más duro que he visto.
—¿Más que lo de Zuera?
—En Zuera te cascaron a ti, ¿no?
—Sí, a la noche, cuando ya había pasado lo gordo.
—Es igual; para ti, Waterloo —escupió uno con un hueso de oliva negra—. Lo de Zuera fue una fiesta.
—Aibá...
—Palabra, una «gardenparty» al lado de lo de Farlete. No estaban muy dispuestos a creerlo ni el herido de Zuera, ni
e! de Quinto, ni aquel otro de la retirada de Barbastro. Pero el de
Farlete insistía:
—Con deciros que hasta palmó el catalán, ya está dicho todo.
—¿El catalán? —se admiraron los tres a un tiempo.
—El mismo que viste y calza..., que vestía y calzaba. Al pobrecito le dieron bien en la sesera y se nos quedó como en éxtasis, como cuando nos enseñaba a cantar el «Virolai».
Atendió Matías con interés de paisanaje los elogios postumos de aquel catalán que desde Zaragoza atacaba a los que venían de Cataluña, que volvía a la Virgen del Pilar «morena de la serra» de Alcubierre, que enseñaba el «Virolai» a sus camaradas y que consiguió —a lo que decían— hacérselo tocar a uno de ellos, guitarrista de un cuadro jotero, en la azarosa misa de los pocos domingos en que se conseguía oír misa.
—Era tan valiente —dictaminó el de Zuera— que de proponérselo nos hubiera enseñado también a bailar sardanas.
—Un tío bien majo y con todo muy bien puesto. Contaban y no acababan de las proezas del catalán. Matías se dolía con el laude funeral y quería saber más de aquel claro varón y desconocido paisano que ardió en las mugas de la frontera estival, y& de cara a un tibio otoño que posiblemente tornaría de oro los paisajes natales, que acaso humanizase los borrascosos Monegros de la guerra. El catalán aseguraba: «A mí no me matan, y si me matan, me matan en Sans». Y como si esto fuera un dogma el catalán se hundía en el fuego como en la Rambla de las Flores por abril, con una vaga sonrisa en los labios, y hasta provocaba el fuego para reírse de él, y así encendía cigarrillos en plena noche con todo un «Heraldo de Aragón» en llamas, de pie sobre el parapeto, y a la luz de aquella improvisada antorcha discurseaba a los «escamots» —que solían ser catalanes y murcianos del anarcosindicalismo— en su propia lengua y se encaramaba al árbol genealógico de su» enemigos, que por la rama paterna se cruzaban con apellidos regimentales. Los otros le contestaban en catalán y en castellano sin morderse la lengua y el tío comentaba en voz baja: «Esto es el parlamentarismo auténtico». Ni ráfagas, ni descargas, ni el sutilísimo paco podían con él, y los de enfrente no atinaban a cerrar aquella virulenta boca que les escarnecía con riqueza de léxico y pureza de acento, y que un rato después, sosegada por el rojo cariñena que manaba de la bota, suavizaba su vocabulario para hablar de su familia y de su tierra con una ternura infinita, paradisíaca, a mil leguas de la pólvora. Tuvo que llegar un tomate como el de Farlete para que al catalán lo pillase por su cuenta la muerte.
Matías interrumpió aquel bonito gorigori aragonés por un catalán muerto en campaña y se acercó a los de la Móvil.
—Ustedes perdonen la curiosidad, pero es que yo también soy catalán.
—Ya se le nota, noi —le dijo uno.
—¿Verdad? —Se echó a reír; siguió—: Me gustaría conocer el nombre de ese paisano mío del que hablaban ustedes. No creo que yo le haya visto en mi vida; bueno, eso es lo más probable; ni siquiera pienso en que pueda tener relación con algún familiar o amigo suyo. Sería demasiada casualidad.
Se cortó un poco. Temía que no le entendieran.
—Claro, claro —le animaron.
—Es que estoy solo, ¿saben?, y mi mujer y mi hijo están sin mí, en La Seo de Urgel, y hablar de un paisano me hace mucho bien. Es como si ya estuviera en casa.
—¿Te acuerdas tú del nombre? —le preguntó el herido de Zuera al herido de Farlete.
—¿Del catalán, el nombre del catalán? Hurgóse metódicamente en la dentadura con un palillo para concentrarse mejor. El palillo había sostenido un montado de aceitunas rellenas, anchoas y pepinillo en vinagre, pero eso no afectaba al caso. Puso los ojos en blanco, chupó de su vermú con ginebra, picó una aceituna. Se le veía calentar la memoria.
—¿Cómo leches se llamaba, maño?
Ninguno de ellos, en verdad, sabía el nombre de aquella criatura valerosa cuyo réquiem de camaradería acababan de entonar junto a las banderillas de pimiento y huevo, la ensaladilla imperial, la cerveza, las aceitunas gordales, las olivicas negras con cebolla, almendras saladillas, variantes, tacos de jamón, los vermús y el solitario café de un catalán.
—Verá, yo recuerdo su nombre. ¿No era Castellet? —se volvió triunfante hacia los demás.
—No, no era Castellet.
—Lo supe, esto es seguro que lo supe; pero luego se quedó con el «catalán» y siento mucho haberlo olvidado. ¿De verdad que no era Castellet?
—Pesao...
—A mí me suena a Montañola o Muntañola o alguna gaita así.
—No, no...
—Todos le llamábamos el «catalán». El comandante decía: «Que venga ese chalao del "catalán"», y el pater decía: «Me ayudará a misa el "catalán", que lo hace muy bien», y las chicas de los pueblos nos decían: «El "catalán" es más fino que vosotros y tiene otros detalles y, además, es un muchacho con los ojos tristes», y nosotros le decíamos al catalán: «¡Eh, "catalán", echa un trago!».
El de la retirada de Barbastro encaminó el diálogo por vías prácticas.
—Si tanto le interesa, quizás en el cuartel tengan el nombre.
—Puede que sí —replicó el de Zuera—, pero hay mucha gente que se ha incorporado sin más ni más, sobre el campo, o se ha pasao por las buenas y se ha liao a tirar a los rogelios, y más de uno palmó sin que se llegara a saber nada de él.
—¿No era Castellet?
—Yo creo que sí —contemporizó el herido de Quinto, que se aburría un poco.
—¡Qué va a ser!
—Me hubiera gustado saberlo —insistió Matías—. No se rían de mí si les digo que desde ahora mismo voy a rezar por el alma de Jordi Castellet Muntanyola, pongo por caso, natural de Barcelona, de veinte años de edad.
—Eso tendría, veinte años.
—¡Rediós, como cada quisque! A ver si te crees que esto es un asilo de ancianos.
—Pues no faltan carcamales con dos huevos...
—De veinte años de edad, rubio, mediana la estatura...
—Más bien alto.
—Sin exagerar. Un chico corriente, de estatura regular, el pelo castaño...
—¿Castaño? Tú sí que estás castaño...
—Castaño y con la raya al lado, dentro de lo que cabe.
—¡Vete a paseo! Tiraba el pelo para atrás y el pecho p'alante. Bien seguro que estoy.
—Qué más da, amigos —dijo Matías—. Me hubiera gustado rezar por alguien determinado y concreto, porque eso hubiese sido como rezar por un antiguo compañero de colegio. Pero tampoco me disgusta rezar así, nada más que pro el «catalán».
—A lo mejor en el cuartel le dan detalles; pásese por allí.
—Iré.
—Era un jabato su paisano.
—Me agrada oírselo.
—Vamos a beber por el «catalán». Con coñac, ¿eh?, que a él le tiraba mucho y esas cosas hay que respetarlas. Son sagradas memorias. ¿Quiere acompañarnos?
—Sí, gracias.
Trajeron cinco dobles de coñac. Primero que nadie el de Zuera alzó la copa y dirigiéndose a Matías propuso:
—Por su compañero de colegio, el «catalán».
—Por Jordi Castellet Muntanyola —dijo Matías.
—Por Jordi Castellet Muntanyola —contestaron los demás. Bebieron. Era como poner flores sobre una pobre tumba en el camino de Farlete. Matías explicó:
—Lo siento. No puedo corresponder y a Jordi le hubiera complacido que lo hiciese, pero estoy sin blanca y vivo a crédito en el hotel. Menos mal que en el hotel me conocen de toda la vida.
Su declaración estimuló la generosidad de los heridos. Continuaron, pues, colocando flores de todos los colores compatibles con el alcohol etílico sobre la memoria de el «catalán» recién bautizado. A Matías comenzaba a darle vueltas la cabeza y se despidió. Aquellos muchachos tenían el estómago hecho de madera de tonel. Lo vieron salir a la calle, meterse en la noche apagada y el de Farlete comentó:
—Algo «rabassaire» me ha parecido el sujeto, con tanto Jordi...
—No digas bobadas. Debe ser desolador encontrarse sin nadie, sin la mujer, sin el hijo, sin amigos. ¿Qué va a hacer el tipo, qué quieres que haga?
—La guerra, por ejemplo.
—La guerra se hace con amigos, si no es una lata. Matías se fue hacia el cuartel a preguntar por el «catalán». Jordi era un chico alto, de buena facha, con una cicatriz en la frente, que solía veranear en La Seo, en el Hotel Mundial. Jordi no tenía veinte años; Jordi tenía bastantes más pero los disimulaba muy bien, como el propio Matías. Jordi había jugado de niño con Matías entre la gitanería de las fortificaciones de Castellciutat, y con una escopeta del doce haban cazado pajaritos en las huertas próximos al río, en las praderas que casi se metían en la zona urbana, en el chirrión, en los prados. A veces los pájaros caían abatidos entre la alta yerba de un prado sin segar, y Jordi y Matías se resignaban a no cobrar la pieza porque el furor de los payeses era terrible si les pisaban las yerbas. Jordi y Matías habían bailado sardanas, tangos, valses y foxtrots en el entoldado de la fiesta mayor y pescaron truchas en el alira, y a veces paseaban con los jóvenes oficiales de la guarnición y bebieron copas en casa de la Asunta, que con quien mejor se llevaba era con el Ejército. Jordi y Matías eran muy amigos. Jordi conoció a Victoria al mismo tiempo que Matías y cuando se hicieron novios les dijo: «El día de la boda yo llevaré el ramo, ¿verdad?». ¡Oh, sí!, Jordi, el pobre y desconocido Jordi Castellet Muntanyola, de veinte años de edad, moreno o rubio, alto o bajo, quizá de Barcelona, claro que sí; el bueno de Jordi era muy amigo de Matías y ahora estaba muerto y sepultado en las cercanías de Farlete y Matías iba por las calles de Zaragoza silbando el «Virolai», y Victoria y el pequeño estaban en La Seo de Urgel y nadie sabía de ellos, y a punto estuvo de poner más rosas sobre el pobre Jordi; pero pensó en que pudieran verle los cuatro heridos a los que confesó la verdad: «No tengo blanca»; pero para una copa, para una rosa, sí que le quedaba para una copa a la salud de Jordi, que no podía morir antes de Sans. No bebió la copa por el qué dirán, y cuando estuvo dentro del cuartel prefirió no preguntar nada, y cuando le preguntaron a él:
—¿Usted qué quiere, paisano?
—Alistarme —contestó sencillamente.
Y se maravilló al darse cuenta de que siempre había estado pensando en ello y no lo había visto claro hasta aquel momento.
Rezó en el Pilar por Jordi Castellet Muntanyola, muerto en los alrededores de Sans, y por Matías Nargo Rius, que no quería morir, pero tampoco vivir al margen. Alistándose se acercaba a Victoria y a su hijo, pasase lo que pasase. Hizo cola para besar la columna, se arrodilló ante ella, luego pasó los dedos por aquel sagrado hueco que era como un corazón y echó unas perras en el cepillo. Claro que también rezó a la «Moreneta» y aunque sabía que las dos eran la misma Virgen le pareció que las dos se llevaban bien y que era tan bonito rezar en el Pilar a la «Moreneta», como, un día, acaso próximo, no mucho, claro, pero próximo, rezar a la Virgen del Pilar en la casa wagneriana de la «Moreneta».
Fue al hotel a despedirse. El dueño le abrazó.
—Ya no me paga usted por Navidades.
—¿Por qué? ¿No habremos tomado Cataluña de aquí a un mes?
—Yo me sospecho que no, pero aunque así fuera, a mí no me sale de los cojones cobrarle a usted, Matías.
Pidió una botella para celebrarlo. Era un cariñena espeso y amarguillo que se dejaba querer. La tumba de el «catalán» caído estaba llena de flores; las flores cubrían el cuerpo del pobre catalán, y de este modo Matías Nargó agarró su primera borrachera de la campaña y convenció al dueño del hotel de que en cuanto liberase La Seo le giraría.
—Bien —admitió el dueño tras de una lucha dialéctica realmente fratricida que el cariñena y un chorizo cular y picante azuzaban sin desmayo—; bien, Matías. Si usted vive, gira; pero en caso contrario no se preocupe.
Matías cubrió un ligero período de instrucción. Cuando entró en fuego con un batallón destinado a operaciones de flanqueo en el insistente ataque a Madrid, le pareció que estaba a las puertas de su casa. El Guadarrama era como un primo hermano de la sierra del Cadí y se volvía a mirarlo y le decía: «Para la primavera dominaremos el centro, caerá Madrid, y Cataluña se nos vendrá después a las manos como una fruta madura».
Nunca supo de los suyos. Escribió varias cartas a un amigo de Les Escaldes, pero no debieron de llegar porque el andorrano no contestó. Con los fríos de aquel invierno, Matías y otros muchos se reafirmaron en su fe primaveral —la primavera estaba muy de moda— y otros la sacralizaban diciendo que el fin de la guerra vendría con la próxima Semana Santa, y como Málaga cayó en febrero, todos se frotaron las manos de gusto por su clarividencia. Cuando lo de Guadalajara se pasó más de quince días pensando en que nunca más volvería a ver su casa; pero, en cambio, las tres bes —Bilbao, Brúñete, donde le tocó pringar, y Belchite— le dieron grandes esperanzas. El amigo de Les Escaldes se hizo finalmente vivo, precisamente cuando las Brigadas de Navarra ocuparon Gijón:
«Lo único que sé —le decía en la primera carta— es que Victoria y tu hijo se marcharon de La Seo. Oímos el parte de Burgos cada noche y bebemos por vosotros. Al bar donde nos reunimos ya le llaman los rojos el Bar Burgos, porque todos nosotros somos de los vuestros. Te mandaré tabaco siempre que pueda. Tengo ganas de darte un abrazo». Lo de Teruel le inquietó, pero no demasiado.
Desde el frente de Madrid, más sosegado, sintió cómo el agua le mojaba las botas aquel Viernes Santo de 1938, al mismo tiempo que se las mojaba a don Camilo, que era como todo el mundo llamaba al general Alonso Vega, y a todos los chicos de la IV de Navarra que había cortado la zona roja en dos por la parte de Vinaroz. De Vinaroz y de aquella zona recordaba con singular placer los langostinos y de todo ello se habló en la chabola. En cuanto se metieron en el macuto Lérida los de Yagüe estuvo en un tris que no se volviese loco de alegría. Cantaban:
«Dicen que traerán medias de Cataluña, ¡ay, ay!, de Cataluña, de Cataluña...»
Sospechaba que para la fiesta mayor, allá en septiembre, iba a estar en casa; pero luego vino el Ebro, tan largo, tan montenegrino, y además le hirieron dos veces en aquel verano y creyó morirse aunque los dos balazos fueron de suerte, pero veía demasiadas caras largas en los hojalateros de la retaguardia, y luego en el hospital, a oscuras, se acongojaba y menos mal que volvió pronto a la compañía, y alguna noche, solo, a escondidas, lloraba. Sus camaradas le aguantaron pacientemente, haciendo como si no se le notase su crisis y hablaban como si la guerra estuviese ya ganada.
Resucitó aquella víspera de Navidad en que los del viejo Ejército del Norte y del Centro atacaron en todo el frente y resucitó más de prisa porque había un Cuerpo de Ejército de Urgel. Pidió el traslado, pero era difícil moverse del frente de Madrid. En enero de 1939, dos días antes de la liberación de La Seo, el capitán Silvio le dio un permiso de un mes, pero a la semana escasa estaba de vuelta y sombrío. Victoria había sido detenida a primeros del 37 cuando en La Seo se enteraron, cualquiera sabe cómo, de que él servía en las filas nacionales. Estuvo detenida más de tres meses. Luego la pusieron en libertad, reclamó a su hijo y se fue de La Seo, algunos decían que a Barcelona. El capitán Silvio le escuchó atentamente, le invitó a coñac, le palmeó la espalda y le dijo:
—Lo siento, Matías; de veras que lo siento.
Y, por su cuenta, además de recargarle el servicio para no darle tiempo a pensar, pidió a los de información que hicieran cuanto fuera posible para localizar a la familia del cabo voluntario Matías Nargó Rius, desaparecida de La Seo de Urgel. También hizo una gestión con la Cruz Roja Internacional. La Cruz Roja Internacional apuntó cuidadosamente el nombre de Victoria, el nombre del chico, las señas personales, las circunstancias de su detención, todo; sacó tres fichas y luego seis más, y después continuó enviando leche condensada y caviar a las queridas del doctor Negrín.
La guerra andaba por febrero de 1939. Unos días después de la llegada a Port-Bou, el cabo Matías ocupaba con su escuadra una chabola muy confortable de la Casa de Campo. Tenían una mesa isabelina para jugar al julepe, una bañera con paja y un jergón que ocupaban por turno riguroso. Tenían un brasero amorosísimo y antiguo y varias novelas policíacas. También se sentía como en casa en el momento en que el capitán Silvio entró en la chabola y anunció:
—Tu mujer y tu hijo han sido localizados en un pueblo cercano a la frontera. Ya están en Barcelona y van a ser trasladados a La Seo. Enhorabuena. Toma.
Le alargó un telegrama de la Segunda Sección Divisionaria. Matías se echó a llorar y también lloraba por el «catalán» muerto en Farlete. A Enrique se le saltaron las lágrimas, y lo mismo le pasaba a Paulino, con todo lo bruto que era, y también a Vicente, el cual, sin embargo, tuvo la serenidad suficiente para recordar que el cabo Matías aún era propietario de dos botellas de coñac. El capitán Silvio bebió con ellos. Matías le pidió permiso para ir a La Seo de Urgel y el capitán le respondió:
—Lo siento, no puedo hacerlo. Se han suspendido todos los permisos. Tendrás que conformarte con lo que hay. No puedo hacer otra cosa.
—Gracias, mi capitán; ya ha hecho usted bastante. Yo era por un por si acaso...
Un día que estaban de reserva les mandó con un pretexto cualquiera a Toledo para que intentasen telefonear, pero fue imposible. Matías le contó la historia a la telefonista y ella le prometió:
—Si puedo, yo misma daré un recado en cadena a ver si llega hasta su mujer; pero me parece que es como si no... No lo conseguiremos.
La telefonista decía esto porque le había conmovido la historia, pero también porque quien solía conmoverle con alguna frecuencia era Vicente, que tenía muy buena mano en estos asuntos.
Ahora, Madrid iba a caer, y España entera podría afeitarse la barba, aunque de hecho apenas si quedaba alguna que otra. Ellos se preparaban ya para entrar en Madrid, y Madrid ya se les había entrado en ellos. Por orden del capitán Silvio armaron a un chaval falangista, que tendría sus dieciséis años, y lo encuadraron en su escuadra. Haría de guía. Aún era de noche; pero al amanecer, o quizás a media mañana, saltarían de las viejas posiciones para tomar el camino de la Puerta del Sol. Por eso Matías repasaba los retratos familiares y los comparaba con una foto borrosa, tamaño seis nueve, que acababa de recibir. En la trinchera, un soldado tocaba la armónica. Tocaba «La Chaparrita» y algunos canturreaban de puro contento. También Matías se puso a cantar.
Pensaba en que todos los caminos van a La Seo de Urgel, pero que en aquel momento, más que ninguno, el camino de Madrid. Por eso cantaba. Cantaba pensando en su mujer y en su hijo. Cantaba pensando en que aún podría tener otro y ponerle Jordi de nombre. Cantaba pensando en Jordi Castellet Muntanyola, el «catalán»; en aquel paisano muerto en Farlete, no en Sans, y cantaba para que el mozo supiese algo de «La Chaparrita», chica a la que nunca conoció. Y era una pena.
RAFAEL GARCÍA SERRANO
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