sábado, 1 de diciembre de 2007

Hemos leido. "La última batalla. La caída de Berlín y la derrota del nazismo", de Cornelius Ryan

Sobre la II Guerra Mundial hay mucha literatura. Pero hay unos cuantos temas sobre los que la información llegó tardíamente, como por ejemplo la caída de Berlín.

Este libro, editado en la década de los 60 por primera vez y que Salvat rescata de su fondo cíclicamente, nos relata muchas historias. Algunas pequeñas, domésticas, como la de los trabajadores prisioneros, la de los refugiados en sótanos por la persecución racial, la de los espías, la de los miembros de base del partido... la de las amas de casa... y otras pertenecientes a la gran historia, a la historia con mayúsculas: el pacto anglorusoamericano, el desespero de los generales alemanes ante una situación que se desmoronaba hora tras hora, el saqueo ruso de Berlín, la pugna entre el generalato ruso, las decisiones cambiantes del ejercito de EE.UU....

Producto de muchas horas de charlas con los protagonistas y de investigación de ficheros por parte de Cornelius Ryan, resulta estremecedor página a página. De La última batalla. La caída de Berlín y la derrota del nazismo podrían sacarse muchas lecturas y lecciones, pero queremos destacar una, no por muchas veces repetida después, menos impactante: el descubrimiento del horror genocida por parte de los ejercitos aliados cuando avanzan. Así lo cuenta el autor en las páginas 285 y 286 de la presente obra.

Desde hacía unos días empezaba a salir a la luz algo que se revelaría como uno de los más horribles secretos del Tercer Reich. A lo largo de todo el frente, durante esta extraordinaria ofensiva, los hombres quedaron trastornados y descompuestos por los campos de concentración de Hitler, sus centenares de miles de internados y sus millones de muertos.
Los soldados más duros apenas se lo podían creer a medida que campos y prisiones caían en sus manos. 20 años más tarde, estos hombres aún recordarían esas escenas con una tremenda ira: los esqueletos que se dirigían tropezando hacia ellos, con una voluntad de vivir que era lo único que habían salvado de manos de los nazis; las fosas, los pozos y las trincheras llenas de cadáveres; los hornos crematorios que se alineaban aún llenos de huesos calcinados, testigos mudos y horribles del exterminio sistemático de «prisioneros políticos», ejecutados, como explicó un guardia de Buchenwaid, porque «no eran más que judíos». Los soldados descubrieron las cámaras de gas instaladas como si se tratase de duchas; sólo que, en lugar de agua, era gas de cianuro lo que salía de las alcachofas. En la casa del comandante del campo de Buchenwaid se encontraron pantallas de lámparas y guantes hechos de piel humana. La mujer del comandante. Use Koch, poseía libros encuadernados en piel humana y, en pequeños estantes, tenía un par de cabezas humanas, reducidas y disecadas. También se encontraron almacenes repletos de zapatos, ropas, piernas ortopédicas, dentaduras y ojos de vidrio, todo seleccionado y numerado con una eficacia fría y sistemática. El oro arrancado de las dentaduras
había sido enviado al Ministerio de Finanzas del Reich.
¿Cuántas personas habían sido exterminadas de esta manera? Al principio, bajo el primer golpe emocional, era difícil hacerse una idea. Pero según los informes que llegaban del frente, podía alcanzar una cifra astronómica. En cuanto a la identidad de las víctimas, esto era más que evidente.
Según la definición que hacía el Tercer Reich, eran los «no arios, los subhombres que corrompían la cultura», gentes de una docena de países y de una docena de religiones pero, sobre todo, judíos. Entre ellos había polacos, franceses, checos, holandeses, noruegos, rusos y alemanes. Estas víctimas del más diabólico genocidio de la historia, fueron asesinadas con toda clase de procedimientos contra natura. Algunos fueron utilizados como cobayas para experimentos de laboratorio. Muchos fueron asesinados a tiros, colgados o gaseados. Otros, simplemente murieron de inanición.
En el campo de Ohrdruf, liberado por el 3er Ejército de los Estados Unidos el 12 de abril, el general Patton, uno de los oficiales americanos más duros, entró en uno de esos barracones de muerte y salió con los ojos llenos de lágrimas y sin poder contener el vómito. Al día siguiente, Patton ordenó a la población del vecino pueblo, que pretendía ignorar lo que pasaba en el campo, que fuesen a verlo por ellos mismos. Los que se resistieron a ir fueron conducidos bajo la amenaza de las armas. A la mañana siguiente descubrieron colgados al alcalde y a su mujer.

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